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CON OJOS DE LECTOR

Más que contar historias, el placer de cómo decirlas

En su más reciente producción narrativa, Carlos A. Díaz Barrios cubre un asombroso espectro de asuntos, registros y estilos.

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En lo que a prosa narrativa se refiere, la más reciente producción de Carlos A. Díaz Barrios se materializa, de momento, en siete títulos: Un domingo en el mercado, El libro del opio, Historia de un pálido transeúnte, La bella durmiente, Como agua profunda, Música para sordos y Los charcos de la memoria, todos aparecidos bajo el sello editorial de La Torre de Papel, y que en total suman trescientas veintiséis páginas.

La nota distintiva de esa gavilla de textos es la variedad, el asombroso espectro de asuntos y estilos que su autor va cubriendo de uno a otro. Cuesta creer que todos pertenecen a un mismo creador: tal es su capacidad para moverse con comodidad de un registro a otro, de un espacio geográfico y temporal a otro, del cuento breve al relato y la novela, de una escritura que se orienta a lo coloquial a una prosa refinada y de una suntuosidad casi barroca.

En los dieciséis textos breves que conforman Los charcos de la memoria (más que un libro una plaquette, como se indica en la cubierta), Díaz Barrios se permite hacer una incursión en la realidad cubana. Se remite, sin embargo, a los primeros años de la etapa revolucionaria, cuando los vivas a los triunfantes barbudos dieron paso a los gritos de paredón y el ruido de los fusiles de las ejecuciones. Como se dice en uno de los cuentos, "al principio fue el verbo, y luego los fusilamientos".

En varias de esas páginas aquella terrible etapa aparece vista a través de los ojos azorados de un niño, que trata de comprender lo que sucede. En No hay muñequitos, por ejemplo, no entiende por qué en la casa de su abuela, en lugar de desconectar el televisor o arrancarle los botones con un alicate, han cubierto la pantalla con pintura negra, "como si el televisor se hubiera muerto y lo estuviesen enterrando en medio de la sala". Y añade el narrador: "Luego mi abuelo vino, se sentó a mi lado; le temblaba todo el cuerpo, y en la cara y el cuello tenía manchas, como si se le hubiese podrido la piel. Me dijo: 'Fusilaron a Sosa Blanco, no quiero que te vuelvas loco mirando la televisión'". Gracias al acierto de ese punto de vista narrativo, las atroces y degradantes experiencias que allí se cuentan hallan un sobrecogedor contraste en la mirada de ese niño, que, al igual que el protagonista de Sin destino, del húngaro Imre Kertész, se limita a ejercer de cartógrafo obstinado y fidedigno de la geografía del infierno.

La Cuba posterior a 1959 también aparece en La bella durmiente, aunque a diferencia de Los charcos de la memoria, aquí no como escenario principal ni único. Respecto a estos cuentos, hay además un notorio cambio de registro. Ahora se trata de una recreación herética, desenfadada y muy libre del original de Charles Perrault. Está narrada en primera persona por la deslenguada e irreverente bruja, quien literalmente no deja títere con cabeza: "Y la bella durmiente, tan sonsa, con esa cabrona miradita que te mira con asquito, como si tú fueras la mierda y ella las nalgas lavadas; pero no te preocupes, muchachita, a ti también te tocará abrir las piernas, y si no las abres te mueres de hambre; se nace puta como se nace sirena, es cuestión del tamaño de la cola (…) Ya te veo, con la sayita tan corta y esos muslos macizos, con la tarifa tatuada, a dos dólares la mamada y a cuatro todo lo bueno. Pero yo te salvaré, te envenenaré los chícharos para que duermas en tu cama por cien años de lucha; y te abanicaré con un abanico de yarey, te espantaré los mosquitos y las guasasas cantando la Internacional, es el mejor remedio para espantar las alimañas". No hace falta que diga que esta Bella durmiente es una versión políticamente incorrecta, divertidísima y, por supuesto, impropia para el público infantil.

Del desparpajo de La bella durmiente, Díaz Barrios pasa a un estilo completamente opuesto en Historia de un pálido transeúnte, Un domingo en el mercado y El libro del opio. En los cuentos que integran los dos primeros de esos libros, desaparecen el humor y el sarcasmo para dar paso a una escritura de dicción mesurada, pulcra y sin impregnaciones regionales. El autor se desplaza además hacia otros escenarios. La fantasía está ahora administrada en dosis más moderadas y adquiere connotaciones poéticas y simbólicas. En cuanto a El libro del opio, es un texto que se disfraza de ensayo para desarrollar una encantadora e imaginativa disertación acerca del opio y sus modos de empleo. Para ilustrar lo que afirmo, copio este fragmento: "Larga debe ser la pipa, para que se enfríe el humo en su glorieta de marfil, para que los guardianes del mundo onírico nos permitan el paso por su escalera de fieltro majestuoso; la pipa debe ser lavada con la primera lluvia primaveral, guardada en una vasija de jade rojo con una veta azul y ocho dragones laqueados con nácar de aguas profundas; luego, el fumador debe bañarse y comer de la mano de la muchacha encargada de guiarlo, arroz con semillas de loto molidas, para alcanzar la eternidad".


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