Actualizado: 26/06/2024 13:34
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Purgas estalinistas, Literatura, Novela

La lealtad en tiempos de dictadura

En Metropol, Eugen Ruge noveliza un episodio de la historia de su abuela, una comunista que escapó de la Alemania nazi para acabar en la Unión Soviética de Stalin, cuando empezaban las purgas

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Eugen Ruge (Urales, 1954) pasó a ser un autor conocido y admirado internacionalmente cuando su novela En tiempos de luz menguante fue traducida a varios idiomas. Llegaba avalada por la excelente recepción que había tenido en Alemania. En 2009 la primera versión recibió el Premio Alfred Döblin, y cuando apareció en su forma definitiva 2011 fue distinguida con el Aspekte-Literaturpreis, así como con el Deutscher Buchpreis, el más importante premio alemán, considerado el equivalente al Man Booker en Inglaterra o al Goncourt en Francia.

En esa saga familiar, Ruge narra una historia que abarca desde la década de los 50 del pasado siglo hasta el comienzo del nuevo milenio y pasa por el emblemático año 1989, en que se produjo la caída del Muro. La novela se centra en tres generaciones: la de los abuelos, comunistas acérrimos que regresan del exilio mexicano para instalarse en la joven República Democrática Alemana y participar en la construcción de la nueva sociedad; la de su hijo, que de joven huyó a Moscú y más tarde fue deportado a un campo en Siberia, y que inicia su viaje para volver, junto con su mujer rusa, a una república de pequeños burgueses en cuya transformación sigue creyendo; y, por último, la del nieto, que cada vez se siente más incómodo en la patria elegida por sus padres y abuelos, y de la cual se marcha al Oeste el mismo día en que el patriarca cumple noventa años.

En tiempos de luz menguante lleva como subtítulo Novela de una familia. Esa familia es la del propio escritor, aunque sus integrantes aparecen bajo otros nombres. En una entrevista, a un comentario del periodista Ruge añadió: “Sí que es bastante fascinante esta familia. Otras también lo son, pero yo he crecido en esta y sé mucho sobre ella”. Para escribir su novela, ha enfrentado, pues, memoria con literatura, autobiografía con ficción.

Años después, volvió a sumergirse en los archivos del árbol genealógico para reconstruir un episodio de la historia de su abuela Lotte, una comunista que escapó de la Alemania nazi para acabar en la Unión Soviética de Stalin, cuando este dio inicio a las purgas. Esa es la génesis de Metropol (Aermenia Editorial, 2021, 416 páginas, traducción de Alberto Gordo Moral), que viene a ser una precuela de En tiempos de luz menguante.

A diferencia de aquella novela, en esta la fidelidad a los hechos y a la época aparece puesta de relieve. En el prólogo, Ruge describe con bastante humor el proceso que debe seguirse en el Archivo Estatal de Historia Sociopolítica de Rusia (el antiguo Instituto de Marxismo-Leninismo) para poder consultar a los documentos allí se guardan. Obtener copias de ellos ya es otro asunto, pues para eso se toma en cuenta el estado del material y la urgencia del pedido. El precio de ese servicio no se conoce hasta dos o tres meses después, cuando se pasa a recoger las copias. Ese fue el tiempo que el escritor aguardó por las doscientas cuarenta páginas numeradas a mano, que eran el expediente con la información que el gobierno soviético tenía sobre su abuela.

Su nieto ni siquiera sabía que había estado allí

Aquellas páginas le descubrieron una historia a la cual su abuela aludió solo en tres ocasiones. Ruge las detalla en el epílogo, en el cual hace un fascinante relato de todo el proceso que finalmente lo llevó a escribir Metropol. Para él, ella fue siempre su abuela mexicana, pues vivió durante varios años como exiliada en ese país. De México sí le habló, “de paseos a caballo por la selva, de asaltos a mano armada y aguaceros, escorpiones y tiburones. De los aztecas y de su mundo misterioso y desaparecido”.

En cambio, de la Unión Soviética, donde vivió al menos cuatro años y medio, ni una palabra. De hecho, su nieto ni siquiera sabía que había estado allí, y cuando la escuchó hablar en ruso con su otra abuela, se quedó estupefacto. Y cuando va a dar paso a la narración, escribe: “Esta es la historia que no contaste. Te la llevaste a la tumba. Estabas segura de que nunca saldría a la luz. Toda tu vida trabajaste para hacer que se olvidara, para eliminarla de tu, de nuestra memoria. Casi lo conseguiste”.

La novela comienza la noche del 20 al 21 de agosto de 1936. Charlotte Germaine estaba leyendo el Deutsche Zentralzeitung cuando descubrió entre los nombres de los dieciséis acusados del Juicio al Centro Terrorista Trostkiano-Zinovieviano, el de M. Lurie. Ella conocía a un M. Lurie, Moiséi Lurie, aunque casi todos lo llamaban Alexander Emel, por su nombre del Partido. Pero no podía tratarse de la misma persona, se dijo Charlotte. “¿Cómo podría haber estado Alexander Emel, él mismo judío, perseguido por los nazis, en la cúpula de un grupo de lucha lidereado por un activo fascista alemán?”. Y sintió algo parecido a la ira cuando leyó que los procesados preparaban atentados contra Stalin, Mólotov, Voroshílov… Pero al revisar la lista de los dieciséis, con nombre, patronímico y año de nacimiento, se fijó en el número quince: Lurie, Moiséi, Moiséi Ilich. Y a continuación, entre paréntesis: alias, Emel, Alexander.

Charlotte y su esposo Wilhelm se hallaban disfrutando entonces de varias semanas de vacaciones. En su recorrido por la Unión Soviética tienen como compañera de viaje a Jill, una británica que está dispuesta a morir por la causa de la clase trabajadora. El matrimonio discute si deben comentarle que conocen a Moiséi Lurie:

“Tenemos que decírselo a Jill, dice Wilhelm.

“¿Y por qué?

“Tenemos que dejar claro que no tenemos intención de ocultarlo.

“Pero no hemos hecho nada.

“Somos amigos de un enemigo del pueblo.

“Enemigo del pueblo. Le afecta que Wilhelm lo llame así. Charlotte levanta la voz.

“¿Qué significa amigo? Lo conocemos. Todos lo conocen, cientos de camaradas.

“(…) Le vendimos un gramófono.

“Ya, ¿y?, piensa Charlotte”.

Charlotte comprende a la perfección las rutinas de control que se llevan a cabo para purgar el Partido de elementos nocivos. Considera que la purga es necesaria. Que los camaradas tengan que enfrentarse uno a uno a la facción del Partido, le parece correcto. Entiende que se compruebe la biografía política de cada miembro. Por eso finalmente decide dirigir al presidente del Komintern (abreviatura de la Tercera Internacional Comunista) una extensa carta, en la cual describe detalladamente cuál fue su relación con Moiséi Lurie (es la carta original que la abuela del escritor envió y de la que se incluyen fotos en el libro).

Acusados de ser conocidos de un enemigo del pueblo

Secretamente, Charlotte está decepcionada. Cuando llegó hace tres años, de inmediato presentó su solicitud de traslado al Partido Comunista Soviético. Pero se la denegaron porque, recién llegada como estaba a la URSS, no fue capaz de contestar satisfactoriamente a la pregunta de cómo habían mejorado las condiciones de vida de los obreros y los campesinos durante el primer Plan Quinquenal. Desde entonces practica la autocrítica y se ha sometido a las purgas del Partido. Por otro lado, un motivo más de decepción de Charlotte es la destitución de Wilhelm como instructor político.

Días después de haber entregado personalmente su declaración escrita, Charlotte y Wilhelm recibieron instrucciones de desalojar su residencia, sin darles más información. Hilde Tal, exmujer de Wilhelm y secretaria del jefe del Komintern, los ha acusado de ser conocidos de un enemigo del pueblo, que está siendo procesado en el primero de los juicios públicos de Moscú. Eso da lugar a que ambos sean suspendidos de sus trabajos, él como instructor político y ella como agente del servicio secreto del Komintern.

Los trasladaron al hotel Metropol, con cargo al Komintern. Charlotte conoce el Metropol, todos lo conocen. Al llegar, la pareja echó un vistazo furtivo al pomposo restaurante y quedó impresionada, a la vez que intimidada: “¿Y aquí iban a quedarse, en un hotel cuyas habitaciones había que pagar en rublos de oro y que, como se deducía sin dificultad del aviso de recepción, costaba más que la suma de sus dos sueldos?”.

A partir de ese momento, empezaron a darse cuenta de lo que significa conseguir comida cuando no se tienen cartillas especiales de racionamiento, ni acceso a las tiendas de algún ministerio o comisariado. Para ellos, resulta humillante que, de entre todos los residentes más o menos notables del Metropol, ellos sean los únicos que no pertenecen a ningún sistema especial de abastecimiento. Charlotte tiene que hacer cola, en medio de mujeres que ya no la perciben como una extranjera. Y de hecho lo es: la han privado de su ciudadanía alemana y la soviética aún no la tiene.

Mientras aguardan un destino incierto, Charlotte y Wilhelm, al igual que los otros agentes recluidos en el hotel moscovita, se debaten entre la obediencia y la lealtad, entre la razón y las convicciones ideológicas, entre la sospecha y la delación. En secreto, Charlotte llama al Metropol la prisión lujosa. Lo describe como una demencial obra de teatro de la cual nadie sabe el final; y en la que nadie sabe el papel que interpreta realmente.

Ruge recrea muy bien en la novela el clima de miedo que se vivía en aquellos años. Ser sospechoso era la antesala de la muerte, y bajo esa dictadura del terror todos los ciudadanos lo eran. Esa fue una de las perversidades de Stalin, pues de ese modo hizo que nadie confiaba en nadie. Para librarse de la cárcel o de ser fusilado, al menos por un tiempo, cualquier persona estaba dispuesta a delatar o acusar a otra.

Conversaciones inocuas y rígidas y elocuentes silencios

Ese clima de represión y terror hace que los protagonistas de la novela cambien inconscientemente algunos hábitos cotidianos. Sin darse cuenta, al hablar Charlotte comienza a bajar el tono de la voz. Cuando lo hace, su esposo la reprende: “No tienes que andar susurrando, no tenemos nada que ocultar”. Por otro lado, la llegada de un nuevo huésped al hotel de inmediato dispara las alarmas: “¿Es mera casualidad que Provost viva en la habitación de al lado? ¿Qué sabe? ¿Qué quiere? ¿Está aquí por su propia voluntad?”. Asimismo, el miedo se evidencia en las conversaciones inocuas y rígidas, en los elocuentes silencios. Y cuando por la noche se escuchan pasos y golpes en la puerta, eso significa que al día siguiente en el desayuno faltará alguien. Al final de la novela, en la comida Charlotte y Wilhelm son los únicos en el restaurante, a excepción de unos huéspedes nuevos y desconocidos.

A partir de cierto tiempo, Charlotte empieza a llevar la rata de la duda en el vientre, como si fuese el hijo de un extraño. Nunca quiso saber detalles secretos de la vida anterior de Wilhelm. Pero de pronto piensa: “¿Y si tienen algo contra él? Por eso están tardando tanto en resolver su caso”. Y otro pensamiento le pasa por la mente: “A los efectos legales, ellos no están casados, al menos no por lo civil. ¿Ayudaría eso?”. Llega a dudar de sí misma, y tras haber enviado su declaración escrita la comprueba mentalmente. Recuerda los pasajes en que restó importancia a su trato con Laurie, naderías, cosas que pueden olvidarse, que son difíciles de describir. ¿Son políticamente relevantes? ¿Debería haberlas informado? E incluso considera ingresar en un campo de reeducación, para demostrar que es una verdadera comunista.

En una entrevista, Ruge declaró que en Metropol se pregunta “cómo la gente puede llegar a tragarse grandes mentiras, pero sobre todo cómo se mantiene fiel a ellas”. Los personajes de la novela encarnan el ideal comunista, pero a pesar de ser inteligentes se han dejado encantar por un sistema totalitario. Su fidelidad al mismo es tal, que les ha anulado el raciocinio para juzgar los hechos. Se aferran a sus convicciones incluso cuando es evidente la deriva hacia un régimen policial y represivo.

Wilhelm piensa que, al fin y al cabo, todo va bien, que en la Unión Soviética se está construyendo el Socialismo contra viento y marea. Por su parte, Charlotte acaba por entender que pese a que no preparó ningún atentado, no se reunió con representantes de Trotski, ni reveló secretos, es profundamente culpable, culpable de nacimiento. Y para corregir ese defecto, pide ser reeducada a través del trabajo: “El trabajo quemará lo viejo, lo podrido que hay en mí. Mis raíces pequeñoburguesas, mi egoísmo, mi ambición. Mi falsedad y mis mentiras. Mis dudas (…) Pero estoy dispuesta a servir a la causa de la clase trabajadora con humildad y entrega”.

Metropol se basa en personajes y hechos reales. Para escribirla, Ruge se documentó todo lo que pudo, y las cartas y declaraciones escritas que reproduce son auténticas. Pero convirtió esa historia real en una espléndida obra de ficción. En este aspecto, en el epílogo apunta: “No sé lo que pensaba realmente mi abuela. Invento, supongo, pruebo, pues no otra cosa significa contar historias: probar si efectivamente pudo haber sido así. Esa forma de probar la verdad es posible porque el autor (y el lector) son capaces de ponerse en el lugar de otra persona. Siempre y cuando conozcan lo bastante bien el lugar, la situación, las circunstancias vitales de esas circunstancias”.

En la novela hay así capítulos en los que Ruge elabora el material histórico desde la ficción. En ellos abandona temporalmente a la pareja protagonista e incorpora a otros personajes. Entre ellos figuran el mismísimo Stalin y Vasili Vasílievich Úlrij, presidente del Colegio Militar del Tribunal Supremo de la URSS. Este es quien preside el primer juicio de Moscú, aunque no tiene nada que decir en eso. “La última palabra la tiene el fiscal Vyshinski, un tipo arrogante y vanidoso de la total confianza de Stalin y que a él, Vasili Vasílievich, lo menosprecia a menudo en las reuniones de equipo. Es el proceso de Vyshinski. Vasili Vasílievich, aunque presida el tribunal, juega un papel secundario. Lo cual se ve en que, literalmente, se sienta al margen”.

La narración se desplaza por distintos escenarios y da saltos en el tiempo. Ruge le imprime ritmo y tensión, lo cual hace que “no se puede escapar de la atracción de esta novela como tampoco la mayoría de sus protagonistas puede escapar de la voluntad aniquiladora estalinista”, como comentó el Frankfurter Allmgmeine Zeitung. Una obra fascinante e inteligente, en la tradición de clásicos como1984, de Orwell, y El cero y el infinito, de Arthur Koestler.