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Actualizado: 01/07/2024 13:46

Humor

La soledad a los cien años

Incluso embalsamado, el Comandante podría ser la mayor garantía de la felicidad de los cubanos.

Según un estudio de la New Economics Foundation (NEC) y el grupo ambientalista Friends of the Earth, los latinoamericanos, con los colombianos a la cabeza, se sienten más felices con su vida cotidiana que los ciudadanos de los países industrializados. Y uno que vive en un pueblo de Nueva Jersey donde hablan inglés sólo algunos televisores y todos los adolescentes (su idioma consta únicamente de la palabra "fuck"), se pregunta qué carajo hace tanta gente lejos de los países más felices del planeta.

Dicen Los Amigos de la Tierra (buen nombre para un conjuntico del programa Palmas y Cañas) que Colombia ocupa el segundo lugar en el ranking de la felicidad (detrás de Vanuatu, un archipiélago de 84 islas en las que por falta de espacio las carreras de 100 metros se corren dando vueltas a un cocotero), Costa Rica el tercero, República Dominicana el cuarto, Panamá el quinto y Cuba el sexto, seguidos de Honduras, Guatemala y El Salvador.

¡Qué casualidad! Justamente los mismos países de donde viene la gente de mi barrio, ubicado en el país número 150 del ranking (Estados Unidos). Y no es que pretenda cuestionar las conclusiones de los muchachos de "Palmas y cañas". Piensen que son gente que se tomó el trabajo de analizar 178 pueblos del planeta multiplicando la duración de vida media de cada uno por la "tasa de satisfacción" y dividiendo todo por el impacto ambiental de cada nación.

¿Qué puedo decir yo, que a duras puedo calcular las propinas en los restaurantes? Pero si uno piensa bien en la cantidad de personas que se toman el trabajo de ir desde ocho de los diez países hasta el número 150, no queda más remedio que aceptar que el ser humano odia la felicidad.

Fíjese a su alrededor y verá que la gente prefiere quejarse a ser feliz, pero si, por ejemplo, uno va a quejarse del capitalismo es mejor que sea cara a cara y no en una sucursal en el trópico.

Un hombre de palabra

Partiendo de esa realidad, imagino a un tipo meciéndose tranquilamente en su hamaca (si es que la isla donde vive tiene espacio para un segundo cocotero de donde colgarla) que, de pronto, se dice a sí mismo que no puede aguantar más esa felicidad, y entonces decide mudarse a un lugar donde pueda palear nieve y gastar su tiempo libre buscando parqueo. Porque ese mismo ser que en su país de origen no causa mayor impacto ambiental que un cactus, en cuanto llega al decimonoveno país más infeliz del planeta de pura nostalgia termina por comprarse un vehículo más o menos del tamaño del pueblo que lo vio nacer, con la diferencia de que consume mucho más que todos sus habitantes juntos.

Pero ese enfoque es demasiado general, porque cada pueblo tendrá razones específicas para su felicidad. Vanuatu vive de la agricultura y de la pesca, protege la naturaleza y no tiene ejército permanente; Colombia tiene lo que tiene; y República Dominicana tiene el merengue, que es como bailar con Radio Reloj fuera de revoluciones, pero al final te deja tan eufórico como lo que tiene Colombia.

Y Cuba… bueno. Para garantizar su felicidad, tiene a su Comandante. El problema en este caso es que el Comandante no es eterno. El Comandante, que a pesar de sus últimos problemas de salud todavía no ha dado pruebas convincentes de mortalidad, ya dijo el pasado 26 de julio que no pretendía ejercer el cargo hasta los cien años. Y hay que creerle, porque el Comandante es un hombre de palabra.

Por ejemplo, hace poco vi una entrevista de 1959 con Edward Murrow en la que el Comandante hablaba en un inglés que no tenía nada que envidiarle al de su tocayo, el cacique sioux Caballo Loco. En esa entrevista declaró que sólo se afeitaría la barba cuando hubiera cumplido su promesa de darle a Cuba un buen gobierno. Y de veras que no ha faltado a su palabra, como podrán comprobar mirando cualquier imagen del Comandante.

Eso me indujo a hacer un cálculo de cuánto tiempo le quedaba en el poder. Contando a partir del próximo 13 de agosto, cuando cumplirá ochenta años, le quedarían al frente del gobierno de la Isla 19 años y 364 días, ni un minuto más ni uno menos. Porque de lo que se trata es de cumplir su promesa sin perder un día en la tarea de darle felicidad a su pueblo, como venía haciendo, por ejemplo, con su revolución de las ollas.

Claro que nunca está de más sugerirle que debe apresurarse porque si le ha tomado 47 años conseguir que cada familia cubana tenga una olla, para la durísima tarea de llenar esas mismas ollas, 19 años parecen poquísimos. Aunque tampoco es aconsejable que se esfuerce demasiado.

Si consideramos esa ecuación que iguala la felicidad con los deseos de emigrar divididos por el área del carro que las personas se van a comprar en su lugar de destino, dentro de 19 años en la más infeliz de las ciudades cubanas, Miami, no va a quedar espacio por donde manejar.

Y la verdad es que no imaginamos qué va a hacer el Comandante solo en la Isla con tantas ollas. Porque si el Comandante se empeña en proporcionarle a sus compatriotas tanta felicidad como hasta ahora, cuando cumpla cien años no tendrá que renunciar para ser fiel a su promesa sino por falta de quórum. Uno se puede imaginar cómo después de que apaguen el Morro todavía el Comandante estaría soplando sus cien velitas.

En medio de esas reflexiones, llegó la noticia de la operación a que fue sometido el Comandante, la cual, en nombre de todos los humoristas que lo imitan —que esperan acogerse a la Ley de Ajuste Cubano— y los viejitos que hablan por la radio de Miami, espero que sea un nuevo éxito de la ciencia cubana (aunque sea de la taxidermia). Incluso embalsamado, el Comandante podría ser la mayor garantía de la felicidad de los cubanos.

Lo único que sugeriría es que ahora que ha trasladado su octogésimo cumpleaños para el 2 de diciembre (demostrando una vez más que lo de las fechas es lo de menos), aproveche ese mismo día para celebrar su centenario y así pueda renunciar en paz con su conciencia. Creo que todos nos lo merecemos.

© cubaencuentro

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