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Actualizado: 01/07/2024 13:46

La columna de Ramón

Carta a Mariana Grajales

Cuando nacieron sus hijos con Marcos fue la primera vez que se inscribió en la isla el nombre de esa corporación conocida como los Maceitos.

Maternal, eburnea y caguairanica Mariana Grajales Cuello:

Pudiera seguir con los calificativos: abnegadia, fecundiosa, heraldica, maceica, tintanica, fertilia, indiomable, dominicandia, augustia y etcétera, pero me controlo y ayudo. Hay que tener cuidado con las palabras. Y más que con las palabras, con los términos ahora que todo está en fase terminal y anuncia terminalse. Uno, a esta altura, no puede decir que alguien incitó a los hijos a luchar, digamos, por la conquista del azul. Suena un poco a que los inscribió en la Marina Mercante, con la consecuente sospecha de que querían coger aire, y de paso traer pacotilla a la tierra natalia.

Tampoco es sano, literaria y ortográficamente hablando, ponerse metafórico y escribir celeste por azul. Calificar el color descalificaría las intenciones. Quedaría oscuro, lezamiano, embrollado, sugerir que unos mozalbetes "lucharon por lo celeste", pues al final todo apuntará a que el empeño se encaminaba a la conquista de un corazón femenino. De modo que engrandecerle su maternidad por simple hecho de que su prole se enrolo al completo en la guerra libertaria, no la hace mejor, ni distinta, ni más madre que otras. Luchar por la libertad siempre termina siendo malinterpretada de acuerdo con quien tenga el mazo en ese momento. Lo que es libertad para unos, es revoltura indecente para otros.

Le confieso que durante mucho tiempo me trague esas edulcoraciones, y me sensibilice con su labor de viejita intransigente. Tal vez tengo propensión a las madres por mi condición de huérfano profesional. Yo, en viendo a una mater en su ambientación natural, me conmuevo hasta los tuétanos con abundancia, y me da por cantar aquello de Machín sin llegar a la flor en el alma porque el alma es un búcaro demasiado frágil.

Así vide como echaba usted al monte a sus muchachones ebúrneos en aquella saturación de zetas que padecíamos, allá por 1868, y se me ponía la carne de gallina y la piel de onagro, hasta que analicé con otras vísceras, de esas que llevan mas albúmina que adrenalina, dos mujeres difíciles que se le meten al hombre en el interior, la historia y la leyenda, y la mezcolanza heroica que ha provocado tantos equívocos.

Y díjeme, me dije: aquí hay gasto encerrado. He visto como las madres se convierten en leonas y hasta delinquen con tal de llevar a la boca de sus hijos el pan de cada día. Pero eso de lanzarlos al tiroteo y al machetazo, ya me sabe como a casabe muy pasado, a babosa a la vinagreta y a sábalo que no lo sabe. No niego que pase.

Usted lo hizo, y a mucha gente le gusta que, con su carácter, prefiriera eso que algunos bribones llaman patria, al calor hogareño, con sus mulatones reunidos alrededor de la lumbre del anafe, estimulándolos para que se superaran y fueran buenos mecánicos, jefes de lote y amables carteros, que a lo mejor hasta se colaba un ingeniero nuclear en el tumulto. Pero lanzarlos a la revuelta, a la bronca tumultuaria, a la riña con roña, al despepite de la lucha armada, al bombardeo y la dinamita, es, a todas luces, más que temerario e imprudente, de una desconsideración abrumadora.

Había nacido de padres dominicanos —que no es lo mismo que nacer de padres dominicos— en Santiago de Cuba, allá por 1808, y eso explica un poco su propensión a resolver su cotidianidad en el exterior del conuco. A los 23 años se casó con un Regüeiferos, que no es algo muy aconsejable. Un Regüeiferos viene siempre con sus diéresis, que son esas bolitas encima de la U. Un día que uno anda entretenido, olvida el asunto de las diéresis y se busca un problema con la persona, al menos gramatical.

El Regüeiferos suyo se llamaba Fructuoso, y su matrimonio también lo fue, pues le parió cuatro fructuos: Felipe, Fermín, Manuel y Justo. Todo indica que enviudó usted en 1840, posiblemente por un error ortográfico. Otros cuentan que Fructuoso sencillamente tomo las de villadiegos y se la dejó en la mano con aquel cuarteto, pues siempre es más fácil divorciarse que morirse.

Desaparecido Regüeiferos del cuento, quedose usted sola, a cargo de los cuatro cuarterones, hasta que la providencia, que desde entonces suele venir de Venezuela, le trajo al pie de la colombina al abnegado, apuesto, recto, viril y mostachudo venezolano Marcos Maceo. Es como decir que Marcos cayó redondo en el marco de aquella actividad.

Y como tenía, agregada a las virtudes antes mencionadas, una finca de nueve caballerías en Majaguabo, término de San Luis, se mezclaron lo uterino y lo bucólico, y pudo usted reiniciar la procreación, ejercicio en el que era ya ducha aunque le dieran los resultados mucha lucha. Empezó a disparar mulatos de esa segunda tanda, y los rincones a llenarse, y las literas a ocupar espacio, y el techo a parecer bajito, y las tablas a combarse, que casi hubo que organizar turnos para la siesta.

He ahí uno de los motivos secretos de la posterior participación en la guerra: una hamaca sale más barata que andar sustituyendo colchonetas. Aquella otrora floreciente y cuidada hacienda tuvo una explosión demográfica. Las sillas no alcanzaban y era difícil transitar por aquellas estancias que se fueron llenando de futuros Generales y Coroneles. Era lo más parecido a vivir en el Estado Mayor de la República en Armas.

Y fueron nueve hijos más en esa tanda del terror: Antonio —no pierdan de vista este nombre—, José Marcelino, Rafael, Miguel, Julio, José Tomas, Dominga de la Calzada, Maria Baldomera y Marcos. Fue la primera vez que se inscribió en la isla el nombre de esa corporación conocida como los Maceitos. Agreguemos a eso que su segundo y extranjero cónyuge traía arrastre. Los frutos de un primer matrimonio eran otros seis, así que ni los platos alcanzaban ni usted podia desarrimarse de los calderos.

Podría pensarse que la densidad poblacional relajó las normas de convivencia, como es común ahora en cualquier ciudadela que se precie, pero no. Marcos y usted eran rígidos sin llegar a dogmáticos; rectos sin ser demasiado geométricos; autoritarios sin parecer secretarios del partido y familiares sin que se confundiera con una Oficoda cubana.

Criaron decentemente al batallón de muchachos, o, como dice algún sabihondo de la historiografía oficial y humorística de mi país: "educados en los más altos valores". Tal vez por ello cobra sentido distinto la frase que la hizo famosa cuando llevaron herido a Antonio —no perder a este hombre de vista— y usted le soltó a Marcos, el benjamín, el tan manoseado "y tú, empínate".

Y en eso llego el año de 1868. Comenzó la guerra de los Diez Años, que fue una guerra larga, como de una década, y entonces yo decidí parar de escribirle para reflexionar mejor, y abundar en la siguiente carta los motivos de mi desacuerdo con que me la impongan como madre nacional a la cañona.

Hasta entonces, y en la manigua de Mayajigua, redentor e irredento, Ramón.

© cubaencuentro

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