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Actualizado: 01/07/2024 13:46

LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a René Portocarrero

Nunca más se ha vuelto a ver la ciudad de La Habana con las luces de sus cuadros, como en una navidad perpetua.

Oleaginoso, restauradorio y florido René Portocarrero:

Todas las ciudades deberían tener un pintor. De hecho, casi todas han contado con uno, y hasta con varios, si de pintores de brocha gorda se trata. La Habana no podía ser menos y le tuvo a usted, que tiene y tendrá un mérito innegable: saber por sus cuadros cómo era, o al menos cómo usted quería que fuera.

Ahora miro esos colores que le puso con buen pulso a la ciudad. Son miradas personales en las miríadas de luces. Nunca más se ha vuelto a ver la ciudad de La Habana de ese modo, como en una navidad perpetua. Era Jauja, y se fue quedando en Jau. Mi tío Paelio vio una vez un cuadro suyo en una revista Carteles y dijo que ya conocía la capital. Por eso se negó a ir. Costó trabajo enterrarlo en la necrópolis de Colón. Parecía que iba a abrir los ojos a cada momento y preguntar para dónde lo llevaban. Hubiera sido capaz de apearse y agarrar la ruta 33 de regreso a Madruga.

Sé que Paelio exageraba, pero en el fondo tenía un poco de razón. Ver La Habana y después morir; pero la ciudad que usted perpetuó, no la que la desidia y la bobería han perpetuado. Mi tío no era precisamente lo que se conoce ahora como un filósofo postmoderno, pero se olía que Remache el Mandón iba a convertir aquel lugar en una jungla camboyana, lentamente, con saña mesurada, ayudado por el tiempo y los fenómenos naturales. Cuando los fenómenos naturales no le responden tan seguidos como desea, trae fenómenos naturales de otras provincias y los pone a dirigir, que es, en Cuba, una de las maneras más efectivas de echarlo todo a perder.

Pero volvamos a usted, a sus pinceles, a su clarividencia, y a esa intuición que algunos confunden con amor. Hay quienes nacen por una intuición y no por amor, y otros que lo hacen en una intuición materna, de esas a las que no hay que llevar sábanas, bombillos ni pañales, sino que basta con ir a poner el niño allí y amamantarlo un poco. Usted mezcló las dos cosas y fue convirtiéndose en una institución.

Había nacido en 1912, y eso reafirma mi intuición de que algo bueno tenía ese año para las artes. No sé si sed crió en sano seno o si la alegría venía ya incorporada, porque con el tiempo le dio por el derroche de colores y no hay alegría más grande que esa. Si no, que le pregunten a cualquier artista plástico de Las Tunas para que vea que cuando tiene pinturas de muchos colores anda por ahí de lo más alegre, emulando con el burro de Mayabe.

Ahora los expertos dicen que usted supo atrapar el color y el ritmo de Cuba. Los colores, baste, pero el ritmo no se lo coge ni Dios. No hay otra manera humana de avanzar tan lentos hacia el pasado, con eso que parece paso de conga y es, en realidad, pase de congo. Ya lo dijo mi tío Paelio en los extertores, sobre ligero estertor: "Esto se está pareciendo a Guinea Ecuatorial". Sólo nos falta que el que manda baile en la tribuna y meta sus tabarras con música.

Usted tenía esa vocación de reconstruir con la boca. Perdón, en la boca. Desde aquella primera exposición personal, en 1934, sabía cómo exponer y qué decir. Los tiempos, Porto, han cambiado, y si alguien pretende perpetuar algo embadurnando, no expone, se expone. Así afirmó una cosa rotunda: "Yo, como todo pintor, dispongo de un mundo que fluye (…) Un mundo que ciñe y ordena…". No lo rebato con arrebato, aunque hay matices en las palabras como también hay Matices en la pintura. Y algunos, falsos.

De modo que ser pintor no autoriza a tener un mundo que fluye. En las últimas décadas se ha dado en la pintura cubana un fenómeno interesante: los pintores, hartos de que nada fluya, fluyen de la Isla. Hay que ver los que fluyen buscando precisamente el mundo, que allí no tiene ya tantos colores, sino una lechada triste como desayuno de calabozo. Tampoco puede decirse que ese mundo —inmundo— "ciñe y ordena", sino, más bien, ordeña con la tilde traspasada. Y de ceñir, no hablemos, que allí lo mismo se ciñe que se cierne.

Claro que usted decía todo eso porque había nacido en el Cerro. Y los que han visto allí la luz, sobre todo desde 1912, suelen crecer cerreros, sin resistir el encierro. Mirándolo bien, de todas sus series, me sigo quedando con esas imágenes de la ciudad, que algún día servirán para reconstruirla. No niego esos Carnavales, que parecen de ciencia ficción, aunque se prohibieron los disfraces de manera inútil, pues todo el mundo conoce al mascarita que ha causado tanto estrago.

No renuncio a esas Floras, que quedarán serenas sobreviviendo a la fauna. Mas, quiero recordar la ciudad que levantó su mano con aceites y huevos, con óleos y oleajes, a pesar de que la actualidad real o la realidad actual me hace extrañar entre tanta fachada delineada, tras los balaustres soñolientos, bajo tanta viruta fulgurante, una presencia: la humana.

Tal vez podíamos, con su permiso, añadir esa presencia entrañable en cada imagen. Y si no autoriza a que agreguemos letreros y consignas, pudiéramos en cambio poner en el fondo de esos visillos que usted retrató, un brillo siniestro de pupilas insomnes. No hay que olvidar que esa ciudad que usted reflejó está formada por cuadras y manzanas. Las manzanas desaparecieron, pero quedan las cuadras, porque manda el caballo. Y si aceptamos que "en cada cuadra un Comité", la ciudad debe llevar ojos.

Pudiera resolverse también con otro detalle simple, que le daría a esa ciudad viva que nos legó, un toque de modernidad: la presencia policial. No hablo de añadir a su obra carros con sirenas —la población cubana confundiría las sirenas con alguna variedad de pescado y se la comería— ni oriundos de Songo la Maya bajando apresurados de un camión, estaca en ristre, listos para el arrastre. No. Bastaría plasmar algunas imágenes bondadosas de esos agentes que salvaguardan la tranquilidad ciudadana, teniendo en cuenta que nuestra policía es la más honesta del mundo, según ha aseverado el Detective mayor.

Y si de policía se trata, no olvidar que ahora van en pareja. Una dulce pareja donde uno vigila al otro. Y entre los dos, como matrimonio feliz, el fruto de ese amor revolucionario: un perro. Aquí comienzan los engorros en el gorro. El perro no debiera realizarse con mucho realismo, porque se corre el riesgo de que parezca el más inteligente de los tres, aunque todos compartan la precariedad de la vivienda. Habría que esforzarse para que los ojos del animal no delaten la viveza de ese cerebro que albergan los canes. Sería cosa de categorizar las expresiones y no contrariar mucho al pobre Darwin, que ya ha pasado lo suyo en todo este tiempo.

Así estaría completa la ciudad, a pesar de que testimonió usted la parte bonita. Debo mostrar aquí mi admiración por la técnica utilizada y, sobre todo, por los materiales que empleó: nada desguabina esos caserones; ni la lluvia enemiga e inesperada, ni la dejadez gubernamental, ni la imposibilidad ciudadana, ni el bloqueo —mental— ni el salitre mafioso. Nada arremete esa urbe suya que, de tan vivaz y palpitante, parece ubre que se abre.

Sospecho que todo fue el resultado de su desempeño como profesor de dibujo en la cárcel de La Habana, entre 1941 y 1943. Posiblemente allí fue madurando, ceremoniosamente, la gran idea de que el único modo de escapar de un sitio es dibujarlo como uno no quiere que sea. No sé cuántos discípulos suyos usaron sus enseñanzas en su provecho, dibujando planes de fuga, túneles poco populares y alcantarillados. La luz que logró darle a esa visión urbana es como la búsqueda de una protección contra el desamparo que la iba a castigar años más tarde. Así quedan sus trazos como torrentes que se deslizan hacia el pozo ciego de un sueño. Un ciego que no canta, pero que curiosamente, nos hará ver mejor.

Dicen que usted tenía una manera muy suya de aplicar el color, desligado por completo de los dogmas académicos. Eso es bueno. Saber desligarse de la academia siempre es saludable, sobre todo si la academia es militar o de la policía. Y aplicar el color también le da a uno cierto aire de libertad. Hay gente en el gobierno, para no ir más lejos, que uno no sabe qué pinta allí, empezando por Brocha Gorda, el de Biram. Un dogma es algo pesado, una losa, un grillete. Un dogma es como magma: se descuida uno y le inunda, llegando a solidificarse. Menos mal que siguió usted con esa manera muy suya. Ningún burócrata pudo nacionalizársela.

También pudo hacer murales, y hasta se destacó en esa técnica que en la Isla tiene tantos adeptos. Competir con los que hacen los murales de los CDR es tarea ardua y lleva constancia e imaginación, persistencia y materiales. Hay gente que tal vez no lo ve así, pero yo, en lo personal, prefiero ver el lánguido rostro de una de sus Floras, a los cinco mequetrefes que ahora le salen a uno hasta en la sopa. ¿Dije sopa? Estoy delirando con la delirancia de sus cuadros.

Vino a morirse en abril de 1983, un día siete, porque era tan cabalístico que el siete fue de suma importancia en su vida. Faltaba poco para el inicio del desmerengamiento, así que de todos los sietes posibles, no vino a agarrar el peor de esos pecados: los siete pescados capitales que reparten en esa capital que eternizó. Luego salieron de la ciudad real, como ratones de entre las ruinas de un bombardeo, ciertos especimenes que siguen quitándole los colores a los demás, y aplicando el color suyito en las limitaderas. No de balde el lema que me faltaba en sus paisajes urbanos, para que esa Habana sea La Habana, es ése tan simpático que reza: "Donde nace un comunista, mueren las dificultades".

Mire si no, que los difíciles nos vamos muriendo, y la dificultad mayor es extinguirlos a ellos.

Colorín coloreado,
Ramón

© cubaencuentro

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