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Quince años después

La 'Carta de los Diez': Un desafío intelectual al castrismo.

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Fueron días de zozobras, miedos, y casi terrores porque a cada hora nos sentíamos como lo que en realidad éramos: unos seres perseguidos, repudiados, desamparados a la buena de Dios —o del Diablo, uno nunca sabe—, que tenían que comenzar a esconderse, evitar los lugares congestionados, y poco a poco comenzar a ser los seres invisibles de una saga que un gran escritor de ficción había escrito para nosotros. Con lujo de detalles.

Puedo explicar, sin que experimente vergüenza u otro sentimiento de la misma laya, que el miedo era entonces una constante. Según un famoso y viejo precepto de psicología, "cuando el estímulo no varía, la tensión desaparece". Y una bendita alborada de aquel verano de 1991 amaneció sin que el miedo se hiciera presente, y desde entonces comprendí (al menos así me lo hice saber) que comenzaba a ser un hombre libre porque había expulsado los desasosiegos de mis entrañas, de una vez y por —y para— toda la vida.

Tan sencillo o complicado como suena. Y desde entonces fui libre, entero y sin cortapisas. Y eso fue lo que gané en mi peripecia personal de aquellos días. De buenas a primera, y sin proponérmelo al menos conscientemente, ya no sentí el miedo que me corroía las entrañas. Que me hacía sudar, temblar las piernas, y resecárseme la boca.

De aquel verano guardo un sinnúmero de anécdotas. Que prefiero pasar por alto en este aniversario. Guardo un montón de gestos de solidaridad, firmeza, valentía, y otros de asombrosas pequeñeces humanas. Por suerte, son muy pocas.

¿Qué ganamos y qué perdimos?

Perdimos la posibilidad de participar en la vida cotidiana de nuestros contemporáneos, perdimos nuestra presencia en la Isla, perdimos tantas cosas que no vale la pena recordar. Ganamos, eso sí, la posibilidad de ser parte de la historia —con minúsculas, no hay que exagerar—, y ganamos algo más que no es posible explicar en breves golpes de teclas: ser libres, como nunca antes habíamos sido.

Fuimos un puñado de mujeres y hombres que se levantó desde el silencio, la sombra y la desidia. Que por un momento fuimos depositarios de lo mejor de nuestros coetáneos, además del quehacer y ejecutoria de los mártires y héroes de esta larga y denodada lucha por conquistar los espacios de libertad que se merecen los descendientes de Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Agramonte, José Martí y Antonio Maceo, por no hacer excesiva la enumeración.

Han pasado quince años. Y me parece que el tiempo no ha transcurrido. Pero lo ha hecho, y de qué manera. El tirano ya está decrépito, y de qué forma. El poco prestigio que le quedaba entonces, ha rodado por el suelo, lleno de cieno, por no utilizar un epíteto de un calibre mayor. Hoy estamos más cerca de la luz. Permanecemos a punto de romper las tinieblas, de una vez y para siempre.


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