Actualizado: 28/06/2024 0:13
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Hambre, Crisis

El Hambre Nuevo*

Después de sesenta años de sacrificios, se acostumbra a decir que el régimen tiene tres cosas pendientes con el pueblo: el desayuno, el almuerzo y la comida

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He buscado la raíz semántica de la palabra “jama”. La Real Academia de la Lengua nos dice que es un “cubanismo”, o sea, que solo se usa en la Isla. Como sinónimo muestra féferes. Tampoco la encontré en el Nuevo Catauro de Cubanismos de Fernando Ortiz. Jama se hizo famosa con aquel personaje salido en las redes sociales interrumpiendo a un amigo que hablaba de otra cosa. ¡Aquí lo que hace falta es jama!, gritaba el llamado Pánfilo, cuyo nombre real es Juan Carlos González y era lo que el régimen llama “deambulante crónico” —léase desamparado.

Fue tanta la repercusión internacional por tan simpática valentía, que de inmediato se difundió su adicción al alcohol y la necesidad de ingreso en un pabellón psiquiátrico. Solo un paciente mental alcoholizado podía pedir comida en una sociedad donde se garantiza la alimentación del pueblo, declaró el régimen. Como el viejo adagio enseña que los orates, los niños y los beodos siempre dicen la verdad, Juan Carlos reapareció sobrio unos meses después en la televisión nacional, “recuperado” de sus dolencias psiquiátricas. Pero el daño moral estaba hecho: en la Isla lo que faltaba era “jama” porque había tremenda “íria”, dijo Pánfilo con otra palabra de fácil intuición.

Estos recuerdos no tan lejanos acuden a nuestra mesa de trabajo cuando se dan dos noticias ¿casualmente? coincidentes. Una habla de que Ricardo Cabrisas, ex alto oficial del MININT y el negociador más experimentado, andaba por Rusia a la caza de oportunidades en la industria agroalimentaria. Dos años después de aprobada la Ley de Soberanía Alimentaria, en mayo de 2022, los resultados no se ven todavía según el propio primer ministro, Manuel Marrero. La ley busca, entre sus principales objetivos, que la producción nacional de alimentos sustituya la importación, estimada en casi un 80 por ciento. El escándalo mayor ha sido que Cuba, antigua azucarara del mundo, debe importar el dulce para cumplir la cuota que se entrega a cada cubano. No van bien tampoco el café y los cítricos, en otros tiempos rubros exportables que hoy apenas alcanzan para suplir el mercado interno en divisas.

La otra noticia, si es que lo grotesco puede ser nuevo, se trata del Designado hablando del autoabastecimiento de alimentos. “¡Hay que creérselo!”, enfatiza. De inmediato me recordó a los actores cuando toman la piel de los personajes; tienes que creerte que eres esa persona porque si tú no lo crees, el público menos, dicen los directores de escena. Y la pregunta de quienes oyen la arenga canelista es: ¿Y por qué tengo que creerme algo que no existe? ¿Acaso, compañero Designado, esto es una obra de teatro? ¿Creernos qué cosa, una tarima llena de plátanos, una montaña de sacos de frijoles y arroz, el preterido vasito de leche y el “pan con timba” de la llamada republica mediatizada? Entonces el bocadillo del que hace el papel de presidente en esta obra tragicómica no tiene desperdicio. Le pone la tapa al pomo, que no es de dulces: “cada municipio tiene que guapear su comida y no estar pensando en lo que va a entrar por la canasta”.

El hambre que ha conocido el pueblo cubano por sesenta años no es el hambre clásica, la habitual hambruna subsahariana. No es solo el apetito de quien come una vez al día y mal, como comentan está sucediendo en estos momentos. Es un Hambre Nueva. Desconocida en Occidente. De ahí que los visitantes incautos y los incondicionales del comunismo tropical se crean que el hambre cubana es de cantidades —cada día más exiguas— y no de calidades y opciones. El hambre involucionaria es el hambre de no decidir. Es el hambre direccionada. El hambre de “te toca” y “no te toca”. De no poder satisfacer el cuándo y el cómo. Es Otro quien decreta desde una oficina qué se comerá, cual campesino que decide si echarles boniato o sobras a los animales del corral.

El proceso de la Nueva Hambre comenzó con un argumento de mendaz filantropía: una cartilla —libreta de desabastecimiento— para que todo el mundo consumiera lo mismo. Como si a “todo el mundo” le gustara el chícharo, la pasta de Oca, el jurel —excelente fuente de Omega 3. ¡Pero a mí no me gusta el jurel, tío, que se lo den a los enfermos! Esa pretensión de convertir al ser humano en una “máquina-de-tragar” sigue el mismo patrón aplicado al hombre que en el campo debe producir lo que será distribuido de manera equitativa —¡Ya dije que no me gusta el jurel, concho!

Según la doctrina marxista más acendrada, hay diferencias esenciales entre el obrero y el campesino. Piensan y actúan de manera distinta. El primero depende de medios de producción que les son ajenos. El campesino es, en sí mismo, el medio de producción. El torno nada dice al obrero. De hecho, romperlo es una manera de protestar. Para el campesino la tierra tiene un sentido reverencial. Diríase místico. La conciencia de propietario es única del campesino. Aun cuando la tierra sea en arriendo, el campesino la cuida como suya, pues, aunque el clima y las plagas lo limiten, de él depende dar frutos. Y no por sabido debe obviarse: hay cultivos que necesitan profesionalismo, tesón y experiencia.

De ahí que cada intento de colectivizar masivamente la agricultura haya fracasado en todos los regímenes comunistas, con la hambruna consecuente. La excepción pudieran ser las pequeñas cooperativas, como los kibutz israelitas. Pero en ellos el principio de voluntariedad y autonomía son condiciones básicas para la producción. Tener un ente regulador como “Acopio” es ir en la dirección equivocada, y no solo porque desde la lógica elemental no se puede controlar cosecha, precios y mercado. En una economía disfuncional como la de una sociedad totalitaria lo político sobreviviente ahoga lo económico productivo.

Para luchar contra lo imposible el régimen ha hecho de todo, desde leyes hasta “inventos” que pasaran a la historia universal de la anti-gastronomía. No alcanzarían las páginas para mencionarlos a todos, por demás, bien conocidos. Un dato curioso es que el ministro de la Industria Alimenticia estuvo en su cargo por más de treinta años mientras los experimentos y la “creatividad” de los ingenieros de alimentos nos hacían degustar carnes que no lo son, leches sin proteína animal, panes de viandas y croquetas satelitales —¡muy sanas, pero el jurel sigue sin gustarme, compadre! El hambre genética del socialismo castrocanelista es una de las razones por las cuales cada cubano engorda 20 libras —precisamente, a pan con timba y helado de chocolate por las noches— en los primeros meses de exilio y nunca logre desprenderse del sobrepeso.

Después de sesenta años de sacrificios, se acostumbra a decir que el régimen tiene tres cosas pendientes con el pueblo: el desayuno, el almuerzo y la comida. El vasito de leche es asunto aparte. En Cuba no solo se ha destruido la base agroalimentaria tradicional, el ingenio azucarero, con sus campos y animales. Casi ha desaparecido el batey, según Moreno Fraginals, una institución socioeconómica y cultural en sí misma, algo que el adelantado Hershey vio como una oportunidad de oro para inundar de chocolates el vecino del Norte.

Quienes son herederos del desastre, y piden a la gente “guapear” y no esperar por la canasta —¿qué canasta? ¿La que viene del exilio?— saben que la única solución es desaparecer las trabas, sin excepción, a la producción agrícola y ganadera. De otra manera, no alcanzaran los manicomios ni los noticiarios para impedir que con la palabra “jama” se abra paso el Hambre Nuevo entre las grandes alamedas de los extintos cañaverales cubanos.

* Cuando el presente artículo estaba listo, la noticia de que el chef británico Gordon Ramsay ha grabado recién un capítulo de la serie Gordon Ramsay: Uncharted en La Habana me ha parecido un absurdo, propio del despiste o de la perversidad que nos rodea, que no es de agua. Excelente cocinero al fin, rodeado de pequeñitas, revoltosas, se dirá a si mismo que tantas moscas cubanas deben estar equivocadas.


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