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Burócratas, Funcionarios, Gil

La prescindible levedad del funcionario

Uno de los dilemas que enfrenta todo burócrata tiene que ver con la naturaleza cambiante y antojadiza del poder

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En Cuba ya deberíamos estar acostumbrados a las demociones y a las promociones sin razones. Aunque sepamos que se juega siempre con la cadena, y no se toca al simio de dos patas, hay personas que siguen esperando algo nuevo del circo, como si los actores pudieran salirse de un guion que se repite en cada lugar, en cada función. Lo que se hace llamar “política de cuadros” no es otra cosa que la marea vertical de funcionarios que suben y bajan según el nivel de las aguas. Cuando el límite del líquido rebasa lo tolerable, y esto es mojar las altas estructuras, el funcionario sale expelido hacia abajo. No tocará fondo hasta encontrar el lugar preciso donde quedara enterrado socialmente; podría ser en un plan de arroz, una fábrica de acero, una biblioteca municipal o un policlínico, como el pediatra frustre que nunca pudo ejercer.

Todo lo contrario, cuando bajan las aguas se necesita un impelente. De las profundidades de la Tierra del Olvido aparece como por arte de birlibirloque el también llamado “cuadro” que resolverá lo insoluble; puede venir de un plan arrocero, una fábrica de acero, de una biblioteca… nacional. En la sociedad totalitaria, descrita con maestría inigualable por Franz Kafka y Jorge Orwell, el funcionario es parte del engranaje que hace “funcionar” la maquinaria de poder. Su papel es, en apariencia, sencillo: ser la correa de trasmisión entre la orden y su cumplimento. Pero detrás de esa simpleza se esconden complejidades que no todos saben o pueden resolver. Sería aconsejable la obligada lectura de grandes supervivientes contra todo pronóstico como Fouché, o el mismísimo Edgar Hoover.

Uno de los dilemas que enfrenta todo burócrata tiene que ver con la naturaleza cambiante y antojadiza del poder. El funcionario debe lograr que se haga lo que se necesite hacer, lo que se le ordene, aunque sea contrario a toda lógica, y, precisamente por eso. Como la necesidad del poder absoluto siempre es inescrutable, y nadie la adivina, el funcionario debe tener suficiente olfato y flexibilidad para cambiar “de palo pa’ rumba” sin preguntar por qué.

Sencillamente, tener buen oído. Coger el ritmo tan pronto suene la clave. A veces se montan dos sonoridades a la vez, como ha sucedido tantas veces en la Isla. El funcionario orgánico debe predecir la música que van a tocar. Y bailar con una sola. Puede que haya sido uno de los inexplicables errores del experimentado Grupo Talibán o de Apoyo en aquellos finales años noventa y principios del dos mil en Cuba. Confundieron palo con rumba, y quien en verdad era el que en ese momento tocaba la clave. “Casi sin excepción llegaron a sus cargos propuestos por otros compañeros de la dirección del Partido o del Estado” —dijo el general-presidente. “No me dediqué nunca a ese oficio”.

También el funcionario orgánico o cuadro debe poseer un amplio registro de caras, o caretas según los escenarios. Para justificar los fracasos —algo muy usual—, nada como la máscara de la inocencia, e inmediatamente poner la de culpar a otros. Para las victorias, casi siempre fracasos disfrazados, la careta de arrogancia profética —hablar del futuro promisorio después de citarse por lo bien hecho. Pero cuando apenas se es candidato a cuadro, debe mostrarse a cara limpia, en cualquier reunión, y delante otros funcionarios, que se miente sin mover un solo musculo facial; y se posee el talante necesario para defender lo falso con la vehemencia que se defiende la verdad. Es un rasgo típico de los muchachones que pasan de la FEU a ser funcionarios del Partido Comunista desde los tiempos del difunto Ricardo Alarcón de Quesada hasta los tiempos de Otto (no Meruelo).

El funcionario debe demostrar austeridad. Pero nunca más que sus jefes porque se hace sospechoso de honestidad extrema. “Tú no has dado soga (Granma), ni patas (Sierra Maestra), ni nada (Playa Girón)… entonces ¡pínchalo cabrón!”, dirían el Máximo Líder, y el General-Presidente imitando a Cheíto León. Todo cuadro debe saber es que hay que mancharse las manos de buenas bebidas, comidas, y queridas porque debe ir haciéndose el pasado pecaminoso que justificará su remoción o empijamamiento. Buen olfato otra vez: siempre hay una delgada línea roja entre ser funcionario de baja y alta categoría, y el poder. Reconocerla a tiempo y no traspasarla prolonga la vida funcionarial.

El caso cubano no se aparta de la regularidad del burócrata totalitario en cuanto a lealtad versus eficiencia profesional. Como en cualquier organización delictiva, hay que probarse en lo que otros renunciarían por ética o decoro. Y es así que podríamos hallar dos prominentes nazis como Borman y Himmler, ambos estudiantes de agricultura y administradores de fincas, que fueron parte del círculo de poder más cercano al Führer. Y hablando de agricultura. Un amigo me contaba que por su trayectoria involucionaria fue asignado a una responsabilidad en esa rama, él, un habanero que no se había manchado de tierra colorá en su vida. En una visita de esas que gustan a los medios, entró a un campo de maíz y dijo que la caña de azúcar estaba creciendo muy bien. Por supuesto, nunca publicaron sus comentarios “técnicos” y poco después le aplicaron “la alzadora”.

El cuadro debe saber que es él y su circunstancia. Y si esta última cambia, también cambiará él. A veces esa circunstancia son carpinteros subalternos: andan todos con serruchos ocultos. Trabajan día y noche en el piso inferior para quitarle sustentación. Una idea de un subordinado que parece buena puede ser la primera cuchillada al suelo. Por tal razón, las ideas son del cuadro, de nadie más, aunque diga que son un equipo. Porque ese mismo equipo también se sueña comiendo en el último piso del ministerio, una dieta de dirigente enviada a la casa, viajando a las provincias o al extranjero, con chofer y gasolina ilimitada, y casa de veraneo en Varadero, dos veces al año.

Lo novedoso de la Continuidad —antes sucedió con el Grupo Talibánico—, y lo estamos viendo en el Caso Gil —no hay chanza en esta expresión— es que los cuadros provienen de una generación y una escuela donde la lealtad tiene doble filo. Por un lado, mantienen la generalidad del burócrata universal, no saber nada ni hacer nada diferente. Y por otro, al mirar de dónde vienen las órdenes reales, desean romper el guion para el cual fueron seleccionados pues creen que “les toca” en la próxima vuelta involucionaria, atragantados diría el Difunto, con las mieles del poder. Se ponen “pesaos”. Los muchachos dirían en jerga callejera que “se creen cosas”.

El funcionario debe estar consciente de su destino sacrificial. Como solían hacer los aztecas con el Mancebo, un joven bien alimentado y mimado durante un año para oblación en el Teocali, los cuadros están destinados, tarde o temprano, a probar el filo de la obsidiana. Cargarán, como el chivo del antiguo judaísmo, las culpas de todos y de todo para ser lanzados al desierto social, y que su nombre se pierda entre otros muchos muertos vivientes.

Casi ninguno piensa en eso mientras asciende. O se les olvida. Aspiran a la perpetuidad, a estar entre un puñado de elegidos y permanecer en las alturas. Milán Kundera escribe: aquel que quiere permanentemente «llegar más alto» tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo.


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