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A debate

Crítica, censura y campos de concentración

Una respuesta: Guillermo Rodríguez Rivera hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana que es la polémica entre escritores.

En un libro que ha alcanzado en poco tiempo dos ediciones habaneras, Guillermo Rodríguez Rivera me llama, a propósito de un ensayo mío sobre José Martí, magnicida gratuito, dado al exhibicionismo y a los escándalos, y con mentalidad parecida a la de Eróstrato al quemar el templo de Diana.

Ahora, en artículo enviado a Encuentro en la Red, y también a La Jiribilla, lanza la hipótesis de que no respondí entonces a su libro para hacerlo luego, en torno a una polémica sobre El Puente donde él intervino.

Y me tilda, a causa de ello, de oblicuo.

No veo cómo pueda contestarse a quien entiende la crítica bajo figura de asesinato o festín de pirómano, alguien capaz de afirmar que la personalidad y el pensamiento de José Martí son demasiado grandes para Cuba y "acaso demasiado grandes para el mundo" ( Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos, Ediciones Boloña, Publicaciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 2006, pág. 89). Aunque tampoco descarto que los ataques de su libro hayan podido empujarme a escribir contra su artículo.

Apunto, sin embargo, que en distintas ocasiones he entrado a polemizar sin que medie ataque contra algún texto mío. Y apunto también que lo expuesto por Rodríguez Rivera en La Gaceta de Cuba me habría parecido, de todos modos, igualmente sublevante.

Ya fuese oblicuo o recto, avieso o franco, me interesaba denunciar el modelo de intelectual postulado en ese artículo. Y ahora que leo su respuesta, pretendo hacer notar la interesada confusión tendida por él entre crítica y censura.

Represión de la memoria

Guillermo Rodríguez Rivera suma otro argumento a su condena del documental Conducta impropia: lo tardío del testimonio, su anacronismo. Casi veinte años después y ubicados en el exilio sus testimoniantes, nada de lo contado ante la cámara tiene valor para él. Las UMAP no existían, y regresar al tema no era más que revanchismo en falso o brete tardío. "Ya entonces", afirma sobre el documental, "su propósito no era denunciar una represión que no existía, sino sumar un argumento más contra la Revolución Cubana, así fuera anacrónico".

Discrepo de mi oponente en este punto, de sus ideas de historia y de justicia. Porque el hecho de que estén desmanteladas las UMAP no significa que se haya alcanzado justicia. Significa, apenas, que dejó de ejercerse violencia sobre un grupo de personas. Pero ninguna disculpa fue ofrecida a éstas, ningún perpetrador de aquel sistema resultó procesado, dentro de Cuba pesa aún silencio sobre el tema, y en las escasas ocasiones en que se vuelve a él es para echarle tierra encima.

Poco importa entonces cuánto tiempo haya transcurrido: el asunto sigue pendiente en tanto no pueda ser contado, mientras pesen sobre él disimulos y censuras. Se reprimió en las UMAP y ahora se reprime la memoria de aquellas represiones.

Cierto que al estrenarse Conducta impropia estaban desmantelados los campos de concentración de Camagüey, pero quedaba (queda) en pie el silencio acerca de esos campos. De manera que hablar de ellos no podía (no puede) resultar menos anacrónico. Tan de hoy resulta que Guillermo Rodríguez Rivera se dedica a hacerme precisiones al respecto.

Me invita a desinstalar la alambrada electrificada y la cámara de gas que parece arrastrar el término "campos de concentración" utilizado por mí al referirme a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Me acusa de comparar a éstas con Auschwitz, Buchenwald o el GULAG donde Stalin mandó a morir a Osip Mandelstam (cuyo apellido cita mal). Demuestra, como podrá comprobarse de inmediato, una cuidada ignorancia sobre el tema.

Clasificación inalterable

Para empezar, desconoce la diferencia existente dentro del universo concentracionario alemán entre campos de concentración (Konzentrationslager) y campos de exterminio (Vernichtungslager). Ignora que las primeras de estas formaciones no contaban forzosamente con cámara de gas (Buchenwald, por ejemplo, no tenía), así como tampoco existían cámaras de gas en los campos de concentración soviéticos.

En cuanto a alambradas, testimonios de las UMAP recogidos por Héctor Maseda ("Los trabajos forzados en Cuba", Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid, primavera de 2001, número 20) aseguran que al menos en los campamentos "La Gloria" (Unidad 2237) y "Los Mameyes" (Unidad 1015) eran electrificadas, y mencionan a un joven electrocutado contra ellas.

Félix Luis Viera recuerda, por el contrario, que en "La Anguila" (Compañía 1, Batallón 23, Agrupación 6) no electrificaban las alambradas perimetrales. (Viera ha novelado su experiencia de recluso en Como un ciervo herido, que publicó Plaza Mayor).

Los testimonios varían en este punto. No obstante, insisto en llamar campos de concentración a las UMAP, y para justificar tal denominación me acojo a la fórmula brindada por la historiadora estadounidense Anne Applebaum: "Llamo campos de concentración a aquellos campos destinados a encarcelar individuos, no por lo que hicieran, sino por lo que eran. Construidos, a diferencia de los campos de prisioneros criminales o de los campos de prisioneros de guerra, para albergar a un tipo particular de prisionero civil no criminal, miembro de un grupo 'enemigo' o, al menos, a una categoría de individuos que, por razones de su raza o de sus presumibles ideas políticas, era juzgada como peligrosa o extraña a la sociedad" ( Gulag. A history, Anchor Books, Nueva York, 2003, p. XXIV. Existe traducción al español).

Y dado que en las UMAP eran internados individuos no por delito cometido sino por ser homosexuales o ministros de alguna iglesia (Testigos de Jehová, católicos, protestantes) o hippies o fanáticos del rock o desempleados, tales reclusorios pueden ser llamados con todo derecho campos de concentración. Rodríguez Rivera podrá aportar en descargo excusas militares, económicas o pedagógicas, pero tales excusas no alteran la clasificación de esas cárceles.

Ecuación sartreana

Anne Applebaum estima que los primeros campos de concentración dentro de la modernidad fueron establecidos en Cuba bajo el mandato de Valeriano Weyler. Ya en 1900 el término "reconcentración" halló su equivalente en lengua inglesa y pudo bautizar, durante la contienda anglo-bóer, un proyecto semejante al utilizado en Cuba.

Y cuatro años después, el colonialismo germano adoptó ese modelo en el suroeste africano y dio origen a un vocablo de larga utilización: Konzentrantionslager. Extraños lazos unen a esos campos de concentración alemanes en África con los del Tercer Reich. Valga este par de ejemplos: el primer comisionado alemán en el sudoeste africano fue Heinrich Goering, padre de Hermann Goering, y en África ocurrieron los primeros experimentos con humanos, al cuidado de dos profesores de Josef Mengele.

Cuba bajo gobierno español, África bajo gobierno británico y alemán, Europa bajo el Tercer Reich, la Unión Soviética…: a lo largo del siglo XX el término "campo de concentración" denominó a un modelo cambiante, con sus particularismos en cada avatar. Así que al crearse en Cuba las UMAP, tal término volvía al idioma y a la tierra donde tuviera origen. No intento con estas precisiones rebajar el horror padecido en Buchenwald o en Kolima, así como tampoco me interesa exagerar lo ocurrido en Camagüey. No deseo recargar el horror cubano con préstamos soviéticos o nazis.

Albert Camus condenó los campos de concentración soviéticos para recibir este reproche de Jean-Paul Sartre: "Igual que usted, yo encuentro intolerable la existencia de esos campos, pero asimismo encuentro intolerable el uso que la prensa burguesa hace de ellos".

Según esta ecuación sartreana, la denuncia de un crimen puede equipararse al crimen. No es raro entonces encontrar tanta o más culpabilidad en el testimonio de Conducta impropia que en el pensamiento creador de las UMAP. Reacio a aliarse con el pensamiento burgués, Sartre parecía aguardar por una crítica venida de Moscú. Confiaba en que los comisarios soviéticos repararían aquel obstáculo en el camino hacia una sociedad mucho más justa.

Y, provisto de lógica parecida, Rodríguez Rivera repudia cualquier referencia a los campos de concentración cubanos que no venga del ámbito que los inauguró (y los cerró luego).

Por pura homosexualidad

En su artículo publicado en La Gaceta de Cuba él ha reconocido que durante su etapa de jefe de redacción de El Caimán Barbudo tenía prohibido (las órdenes eran explícitas y venían del Comité Nacional de la UJC) publicar a ningún escritor o artista homosexual. Regía en las páginas de la revista el mismo principio que en las UMAP.

Los homosexuales (y aquí caben otras categorías de individuos) eran internados en campos de concentración no por delito cometido, sino por pura homosexualidad. Los homosexuales (y aquí caben otras categorías de individuos) eran censurados en la redacción de El Caimán Barbudo por pura homosexualidad, sin tener en cuenta la calidad de la obra presentada.

A la luz de ese pasado como censor, resulta contradictorio que Rodríguez Rivera anuncie que no hay un solo acto de su biografía que deba reprocharse. ¿Borra a la hora del recuento su jefatura de redacción a las órdenes del Comité Nacional de la UJC? ¿O tiene decidido que aquellas negativas que otorgara (si bien en el cumplimiento de unas órdenes, si bien dentro de la banalidad del Mal) no obran de ningún modo contra su conciencia?

Una de dos: el antiguo censor empieza a censurar su biografía, o estima que procedió rectamente al cerrar el paso a unos degenerados.

Mientras tanto, tacha de censura a la crítica que le disgusta o lo desconcierta. Me acusa de aplastar la posibilidad de que otro opine, me tilda de censor. Existe, sin embargo, una diferencia crucial entre un crítico y un censor. Mientras que, aún en sus peores fueros, el primero sólo aspira a restar lectores a determinada obra, el segundo suprime a ésta todos los lectores: consigue que la obra no exista para nadie.

El guerrero y la mosca

Rodríguez Rivera no hallará episodio en que yo haya ejercido como censor. Aunque alguien que muestra tan escaso respeto por los hechos no tiene por qué atenerse a estos. Puede, en cambio, remitirse a lo hipotético, al futuro, y pronosticarme un puesto de fiscal. O hacer figurar nuestro intercambio bajo el ejemplo del guerrero y de la mosca.

Según ese aforismo, cualquier falla del guerrero habrá de ser disculpada por las tantas contiendas en que ha participado. A diferencia, la perfección de la mosca resulta irrelevante desde que ha hecho poquísimo. El mismo hiperbolismo que le hiciera creer que José Martí es más grande que el mundo, da licencia a Rodríguez Rivera para tomarse por guerrero. Se reserva el papel humano y manda a su oponente a predios de animalidad, con lo cual sigue una querida costumbre de quienes propician campos de concentración.

En defensa de la mosca debo decir que, luego de contabilizar los libros publicados por ella y los publicados por Guillermo Rodríguez Rivera, ambos quedan en tablas, si bien el guerrero supera a la mosca en veintiún años. Muy poco aprovechados, según parece.

Que la mayoría de los títulos moscosos no estén publicados dentro de Cuba podrá ser una barrera infranqueable para un escritor condenado a ediciones locales como Rodríguez Rivera. Aunque es plausible sospechar en él otra barrera: igual a tantos de su generación y de generaciones mayores, apenas se interesa por lo que escriben autores más jóvenes, publiquen o no dentro del país.

Antologías, traducciones y premios tampoco cantan la ventaja del guerrero. Puede objetarse, sin embargo, que la importancia de un autor no se mide por copiosidad, sino por intensidades. De acuerdo: no sé de qué podrá alardear entonces Guillermo Rodríguez Rivera. (Otra cosa es que el abismo entre guerrero y mosca esté poblado por desempeños burocráticos).

Pero más que seguir esta comparatística me interesa averiguar por qué alguien tan vigilante de que no se exagere lo ocurrido en unos campos de concentración se empeña en agregar violencia a un simple intercambio de opiniones. Por qué disfraza de censura lo que constituye polémica.

Lo cual me obliga a recordar una sala de juzgado a fines de los ochenta.

Luz sobre el recuerdo

De mañana, según recuerdo. Los bancos de madera áspera ocupados por escritores (yo entre ellos, entonces mosca más perfecta), pues iba a celebrarse un juicio bastante literario a juzgar por acusado y acusador, ensayistas ambos.

El ruido de la calle Línea entraba por los balcones de la sala. Meses antes, en un artículo publicado, Desiderio Navarro había acusado a Guillermo Rodríguez Rivera de cometer plagio. Éste respondió por escrito a aquella acusación (su defensa fue poco convincente), Navarro volvió a la carga, y la impotencia debió llevar a Rodríguez Rivera hasta el juzgado: acusó de difamación a quien lo acusaba a él de plagio.

Llegados a ese punto, Desiderio Navarro se disponía a presentar diagramas detallados que probaban el fraude. El juez, negro y bajo de estatura, dio comienzo a la sesión. Escuchó en las voces de acusado y acusador sus respectivas biografías, y determinó muy pronto no perderse en vericuetos y cortar por lo sano. Salomónico, exigió más respeto propio a ambos querellantes. ¿Qué hacían en litigio dos hombres como ellos, de probada inteligencia?

El regaño del juez cerró el proceso. De aquella jornada recuerdo especialmente la frase con que Rodríguez Rivera remató su resumen biográfico. De pie ante el magistrado, enumeró sus libros, sus años de profesor, de hacedor de revistas, y aseveró que era miliciano desde la fundación de las milicias revolucionarias.

¿Por qué razón, casi veinte años después, me viene a la memoria este detalle? ¿Por incongruente o ridículo? ¿Por la fanfarronería que denota? El presente echa luz sobre tan caprichoso recuerdo: Rodríguez Rivera hacía valer ante el juez cuánta ventaja de milicias le llevaba a su contrincante, unos años más joven. Intentaba la misma jugarreta que recién ha intentado con Norge Espinosa o conmigo.

Desconfiado de la polémica literaria, cambió las páginas de las revistas por una sala de juzgado. Procuró arrimarse a fuerza mayor, fue en busca de un comisario que dictara silencio. Se hizo pasar por víctima con tal de que llavearan las razones de su oponente. Y ahora pretende de mí algo parecido a lo que reclamara de aquel juez. Porque si entonces buscaba alguna autoridad que condenase una discusión que debió serle insostenible, ahora me tilda de censor y de fiscal para cerrar este intercambio donde le faltan razones valederas.

Guillermo Rodríguez Rivera hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana que es la polémica entre escritores. Decidido a abortarla, propone que la confundamos con un ejercicio mucho más frecuentado por él: la censura política. Agradezco, sin embargo, su observación de que he citado mal el nombre de Isabel Alfonso. Pido a Isabel Alfonso disculpas por mi error y, a riesgo de insistencia, reafirmo que corresponde a Pío Serrano (me lo ha confirmado él) y no a José Mario la frase que ella cita.

© cubaencuentro

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