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Actualizado: 28/06/2024 0:13

Opinión

Medicina total

A propósito de los cirujanos de Castro: ¿Qué une a los regímenes totalitarios con la medicina?

A Hitler le gustaban los perros, y al parecer los entrenaba en la ciega obediencia hacia él y la mordida feroz para los demás. El cirujano Ferdinand Sauerbruch llegó tarde a una cita con el Führer y —en castigo— fue recibido a solas por uno de esos animales. Cuando Adolfito hizo entrada, encontró a su perro —ya no tan fiero— gimiendo de placer a los pies de uno de los fundadores de la cirugía moderna.

La relación entre los regímenes totalitarios y la medicina merece un estudio detallado; a simple inspección resalta una dinámica de odio y acercamiento, un vaivén de sumisión y rechazo. Los tiranos pueden prescindir de músicos, escritores, dramaturgos y pintores; pero los buenos médicos son tan necesarios como lo ordena la megalomanía. Aunque se extralimiten y lleven sus diagnósticos más allá de las dolencias orgánicas.

En enero del año 1937, mucho antes del incidente del perro (y cuando nadie quería escucharlo), Sauerbruch le comentó a un colega su opinión sobre Hitler. Estaba convencido, después de haberlo observado durante algún tiempo, que se trataba de un caso frontera entre la genialidad y la locura. Si predominaba la última el sujeto podría convertirse en "el criminal más loco que el mundo haya conocido".

En abril volvió a encontrarse con el mismo colega y le hizo saber, como si hablara del tiempo, que el equilibrio se había desplazado hacia la demencia. La Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos, antecedente de la CIA, recogió esa información y la tuvo guardada durante más de seis décadas.

La profesión médica y las dictaduras

La medicina, por su carácter de ciencia colindante con las artes, es una de las profesiones que más sufre el empobrecimiento de la vida intelectual que provocan las tiranías.

Los buenos médicos no se hacen por decreto; son el resultado de un tejido social extraordinariamente sutil y complejo, una red de conexiones que abarca, entre otras cosas, las genealogías de alumnos y profesores, los filántropos, la libertad de viajar y regresar, la búsqueda y el reconocimiento del talento a como dé lugar; o sea, con la mayor independencia posible de consideraciones de índole política, religiosa, étnica o sexual.

Esto le crea a los tiranos una disyuntiva muy difícil de resolver; un conflicto que se agrava con el envejecimiento, y ya sabemos cuán longevos pueden llegar a ser.

La profesión médica se empobrece con el tiempo de las dictaduras. Los profesores formados antes de la debacle terminan perdiendo sus facultades y se ven obligados, por ley natural, a pasarle el cetro a los mejores discípulos de un grupo cuya calidad ha sido sesgada por purgas y migraciones. Estos herederos iniciales, ya sea porque se dedicaron a la medicina con verdadera vocación (o porque guardaron en su memoria aquello de "la toga de mis maestros me queda grande y arrugada"), logran alcanzar niveles profesionales verdaderamente envidiables.

El asunto se complica en los relevos ulteriores. Un par de cambios generacionales y, "kaput", la medicina rueda. Pero los tiranos no por viejos se adoran menos y, mientras más se acercan a la muerte, más convierten sus achaques en asuntos de Estado. Al final se ven obligados —como el mendigo que funde sus monedas— a buscar bien lejos las flores que nunca dejaron crecer en sus patios.

Los tres rusos de Sauerbruch

Las relaciones de Sauerbruch con el poder son un pequeño tratado de historia europea durante la primera mitad del siglo XX. Una prueba de esto es el destino de tres rusos que en el año 1913 requirieron los cuidados del iniciador de la cirugía torácica. Sucedió en Zurich.

Los sanatorios suizos estaban repletos de pacientes aquejados de enfermedades pulmonares, muchos de ellos condenados a morir por la imposibilidad de ser operados. La cámara hipobárica, inventada por Sauerbruch, fue la primera forma exitosa de abrir la cavidad torácica sin provocar un neumotórax.

Uno de los pacientes que se benefició de este inventó fue S. D. Sassanow, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores del Zar. Su excelencia confundió a su salvador con un médico suizo y le confesó su imperial necesidad de vivir… para destruir Alemania. La operación fue un éxito.

El segundo ruso fue un estudiante nihilista cuya madre fue operada y salvada, pro bono, claro está, de una muerte segura. Cinco años después, durante la revuelta de Munich en 1918, el nihilista agradecido sacaría de prisión al cirujano alemán unos minutos antes de la hora señalada para su fusilamiento.

El tercer ruso, un emigrante por razones ideológicas, andaba por los pasillos de la universidad con "una mejilla prodigiosamente inflamada y un dolor evidente". A la pregunta de por qué no iba al dentista, respondió no tener dinero. Sauerbruch le sacó la muela y el estudiante se presentó como Ulianov; "después el mundo lo conoció como Lenin".

La farsa de García Sabrido

En los últimos meses los cubanos hemos estado asistiendo al sainete que ha montado, alrededor de su muerte, el más reciente de nuestros tiranuelos. Un momento interesante de esta farsa macabra ha sido la invitación que aceptó el renombrado cirujano español, José Luís García Sabrido, para evaluar a Castro y, de paso, como un daño colateral, desmentir a los americanos.

La visita del cirujano español ha sido recogida por la mayoría de los medios de prensa como una noticia que enmarca cuatro ideas básicas: Narciso no está tan muerto como lo pintan, la recuperación es posible —al menos en términos teóricos—, el globo de la potencia médica cubana se desinfló, y los americanos son unos tontos.

En medio de ese carnaval mediático hay una frase del doctor Sabrido que pasó casi inadvertida. Me refiero al término "gravísima intervención". Cualquiera sabe que la regla de oro de la medicina es evitar, a toda costa, el daño que puedan provocar las conductas terapéuticas, o sea, las llamadas acciones iatrogénicas.

Los médicos siempre sopesan el riesgo de cualquier tratamiento contra la gravedad del paciente, y sólo se atreven a intervenir cuando las consecuencias de no hacerlo son evidentemente peores. En este sentido resulta imposible hablar de un "tratamiento grave", o de una "intervención gravísima". Los procedimientos médicos pueden ser delicados, heroicos, molestos, laboriosos, a largo plazo o experimentales; pero no graves o gravísimos, esos adjetivo se reservan, por la propia lógica antiiatrogénica de la profesión, para describir el estado que justifica una determinada conducta.

Dice Cabrera Infante que España y Latinoamérica tienen todo en común, excepto la lengua. Esa podría ser una explicación, pero cuesta trabajo aceptarla, el doctor Sabrido fue muy parco en palabras, y tiene que haberlas pensado muy bien.

Una posibilidad es que quiso describir la condición que aqueja a su paciente mediante el adjetivo que utilizó para referirse a la intervención; sin embargo, eso no concuerda con el diagnóstico que hizo de un "proceso benigno", o con la idea de que el paciente está en "proceso de recuperación". La noticia publicada en el diario El País explora una posibilidad mucho más racional: el error humano.

Salvoconducto y final de Sauerbruch

Sauerbruch también pasó a los anales de medicina moderna en el triste capítulo de las intervenciones iatrogénicas. Cuando las tropas del general Zhukov tomaron Berlín, una de las primeras cosas que hicieron, incluso antes de la rendición, fue proteger al insigne cirujano.

Los rusos cubrieron a Sauerbruch con un manto sagrado. Poco les importó que se tratara de una de las nueve personas que Hitler reconoció con el Premio Nacional de Arte y Ciencia, o que hubiera recibido, también, la Cruz de los Caballeros del Tercer Reich.

Los aliados protestaron el nombramiento de Sauerbruch como jefe de los servicios médicos del Berlín ocupado, pero poco pudieron hacer al respecto. El cirujano alemán, como todo buen médico, tenía una excelente hoja de servicios en cada bando. Por un lado ayudó a muchos judíos a escapar, prestó su casa para que los complotados contra Hitler conspiraran, y convirtió su hospital en un centro de la resistencia antinazi.

Por otro, inspeccionó hospitales de campaña, operó a generales de Hitler y le sirvió como un elemento de la diplomacia activa. Muchos de sus colegas fueron hallados culpables de crímenes contra la humanidad por sus experimentos médicos en humanos. Sauerbruch fue exonerado durante el proceso de desnazificación, y convertido, quizás en honor a Lenin, en una vaca sagrada de la medicina en la República Democrática Alemana.

A partir de ese momento, ya en el ocaso de su vida, creó una de las páginas más tristes en la historia de las intervenciones iatrogénicas. Se negó a aceptar la pérdida de sus facultades como cirujano, siguió operando y operando, hasta convertirse, quién lo diría, en un excelente carnicero. Minutos antes de morir, postrado e inconsciente, movía sus dedos como si estuviera haciendo una sutura quirúrgica.

El futuro de los cirujanos de Castro

Los médicos cubanos que atienden a Castro son jóvenes y están muy bien entrenados. El único mal que les aqueja es el de ser los mejores profesionales que la incondicionalidad política puede producir. Esa es la razón por la que distan tanto de una genialidad como la de Sauerbruch, o del bien ganado renombre de un García Sabrido.

Eso no quita que hayan intentado, e intenten todavía, darle la mejor de las atenciones posibles a un paciente que para la mayoría de ellos es —por eso están ahí— un dios. Cualquier error que puedan haber cometido, o cometan, tiene como la más creíble de sus razones la propia dinámica represiva creada por un tiranuelo que se cree sabedor de todo, un Pico de la Mirandola caribeño que se abroga el derecho a discutir cualquier tema humano… pistola en mano.

Las presiones físicas y psicológicas a las que están sometidos los médicos de Castro, en la famosa clínica de la calle 41, serían inaceptables para cualquier profesional de la salud que se respete. El doctor Sabrido —gracias a la cobardía del tirano que se niega a enfrentar las consecuencias de sus actos— logró tener una visión corta y escenografiada de un mundo al que muy pocos tienen acceso.

Es cierto que su primera lealtad es para con el paciente, pero también lo es (en virtud del carácter cerrado y peligroso del mundo al que entró) para con sus colegas cubanos. Una actitud tan humana como ayudar a Castro pudo haber sido, o podría ser, pedir inmunidad total para los médicos que estén implicados en el caso.

Uno nunca sabe lo que pasa en esas cajas negras, y la prevención es otra de las reglas de oro de la medicina moderna. Nada cuesta prevenir que la frase "gravísima intervención" se convierta, en la mente del tiranuelo paranoico, en una cadena de acusaciones solapadas y —en el mejor de los casos— en una rumba de espaldarazos que inviten al suicidio.

Los argumentos que el profesor Sabrido pudiera utilizar en defensa de sus colegas cubanos podrían ir desde un pacto de caballeros (los gángsteres como Castro responden bien a esas dinámicas) hasta una forma de pago por los servicios prestados.

Lenin: 'Los doctores-camaradas son unos culos'

En caso de que esos argumentos fallen, se podría echar mano a las socorridas palabras de uno de los pocos tipos que Castro todavía respeta. Me refiero a Vladimir Ilich Ulianov, que en una carta que le escribió a Máximo Gorky en noviembre del año 1913, entre otras cosas le dice: "Realmente me ha preocupado la noticia de que 'un Bolchevique', aunque sea uno que ya dejó de serlo, le esté dando a usted un nuevo 'tipo' de tratamiento. ¡Qué los santos nos preserven de los doctores-camaradas en general, y de los doctores-bolcheviques en particular! Es una verdad real, el 99 por ciento de los doctores-camaradas son unos 'culos', así me lo hizo saber un buen médico. Le aseguro que usted solo debe consultar hombres de primera clase (excepto para molestias menores). ¡Es terrible que se preste para ensayar los inventos de un bolchevique! La única tranquilidad sería la supervisión de los profesores de Nápoles, si es que realmente conocen su negocio… Ya lo sabe, si va en invierno, en cualquier caso, llame a algún doctor de primera clase en Suiza y en Viena —¡Sería inexcusable que no lo hiciera!".

Suiza, año 1913, es probable que Lenin estuviera pensando en Sauerbruch.

© cubaencuentro

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