Potencias, Poder mundial, Estados Unidos

El poco encanto de las Cruzadas Ideológicas

Por su propia seguridad, los Estados Unidos están obligados a compartir el poder con los otros dos grandes estados: la Federación Rusa y la República Popular China

En solitario, los Estados Unidos ya no pueden traer orden al mundo. Si alguna vez, en aquellos remotos y “maravillosos” años noventa, o en la primera década de los dos mil, eso fue posible, ya no lo es. Los Estados Unidos están obligados, incluso por su propia seguridad, ya no la del mundo más allá de sus fronteras, a compartir el poder con los otros dos grandes estados: la Federación Rusa y la República Popular China. A consensuar con ellos zonas de interés y cooperar en lugares problemáticos para todos como el mundo islámico, además de en asuntos impostergables como el enfrentamiento al Cambio Climático.

Es eso, o estimular el caos. Empeñarse en continuar como cuando eran el poder indiscutido industrial, tecnológico, militar, y no pactar con los otros dos grandes, solo estimulará lo que ya ocurre: la proliferación de un montón de medianas y pequeñas potencias regionales que medran entre las diferencias de los grandes, para apoyándose en esas diferencias empujar sus pequeñas agendas, sus limitados intereses particulares.

En una situación en que uno por sí solo no puede imponerle su orden a los demás, hay dos posibles soluciones: las dos o tres más grandes potencias se ponen de acuerdo para gobernar consensuadamente el mundo, y poner orden entre las medianas y pequeñas; o no lo hacen, con lo que se verán obligados a rodearse de medianas y pequeñas más allá de sus zonas de interés, las cuales de una u otra manera conseguirán imponerles sus agendas. En el primer caso es el interés y las agendas de los grandes lo que predomina, y necesariamente en ese reducido club hay más posibilidades de alcanzar acuerdos y de mantener el orden internacional; mientras que en el segundo la necesidad de los grandes, si no pasa por completo a segundo plano, debe convivir con las de los medianos y pequeños, lo cual multiplica los intereses y agendas a tener en cuenta, por lo que resulta más y más difícil conseguir ponerlos a todos de acuerdo y lograr un orden internacional estable.

Eso, sin contar que por su menor ancho de miras, mayor localismo, las agendas e intereses de las potencias medianas y pequeñas tienden a privilegiar lo particular por sobre lo planetario. Mientras con las grandes potencias, extendidas por amplias regiones del globo, con el ojo puesto sobre todo el planeta, e incluso más allá, pasa lo contrario. Siempre, claro, que esas grandes potencias no se vean envueltas en una carrera por conservar u obtener la hegemonía planetaria en solitario ante sus semejantes.

Lo ocurrido en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX, ilustra lo dicho más arriba. Entonces el Imperio Alemán, que competía con los Estados Unidos por el segundo puesto en la escala de poder global, intentó aliarse a Gran Bretaña. Los británicos habían ejercido la hegemonía mundial desde el final de las Guerras Napoleónicas, pero para ese momento otras dos potencias comenzaban a darle alcance: Alemania y los Estados Unidos. La alianza Londres-Berlín no logró prosperar, sin embargo, por el empeño británico en mantenerse fieles a un viejo principio de su política exterior que los obligaba a no permitir, a cualquier precio, el surgimiento de un estado hegemónico en Europa Continental. En Londres no alcanzaron a darse cuenta de que si bien en 1789 o 1870, los únicos peligros para las Islas Británicas y su enorme imperio ultramarino estaban en Europa Continental —en especial en Francia, durante casi 200 años—, en 1900 ya no era así, y que era en el más allá europeo donde crecían en verdad las amenazas: Estados Unidos, y en menor medida el Imperio del Japón, pero por sobre todo las élites nativas modernizadas por ellos mismos, intencionalmente o no, en sus colonias —los Gandhi, por ejemplo.

Se atuvieron así, cerrilmente, al principio de no aceptar que Alemania se convirtiese en ese estado hegemónico europeo, por más aliada suya que llegara a ser. Fue tal la obstinación británica en el respeto a ese principio, que reincidieron años después, cuando ya claramente estaban a punto de ser echados a un lado en el liderazgo global por Estados Unidos, y cuando las élites nativas modernizadas amenazaban con segregarle la joya de su Imperio, la India. En junio de 1940, cuando la Alemania Nacional Socialista les propuso nuevamente una alianza, para salvar entre ambos la hegemonía mundial europea, dijeron no, solo porque haber dicho sí conllevaba la unificación de Europa por Berlín. Algo inaceptable para una clase política británica que no acababa de entender su real posición en las jerarquías globales para ese momento.

Fue esa negativa británica a principios del siglo XX, a compartir el poder con Alemania —y con los Estados Unidos, algo que sin embargo hay que reconocer ya hacían de cierta manera desde que no le pusieron peros a la Declaración Monroe— lo que condujo al complejo e inestable sistema de alianzas de 1914. En dicho sistema dos grupos de grandes potencias, Gran Bretaña y Rusia versus Alemania, se rodearon de un montón variopinto de otras medianas y pequeñas, las cuales con sus acciones para imponer sus agendas e intereses particulares determinaron la extensión de la guerra en agosto de ese fatídico año. No es un error afirmar que al Imperio Ruso lo arrastró a la guerra su pequeño aliado serbio, que a Alemania su aliado austro-húngaro, y a Gran Bretaña en principio la diminuta Bélgica, aunque en realidad su terca determinación de seguir el principio de que en caso de guerra europea debían ponerse del lado más débil.

El ciclo de guerras que comenzó en 1914, y terminó no en 1945, sino con la expulsión hacia 1970 de los europeos del dilatado sistema colonial que habían establecido en los cuatro siglos previos, en realidad tiene su causa principal en la torpe e individualista política exterior de la potencia hegemónica global, Gran Bretaña, quien se negó a aceptar compartir el poder, y el consecuente reparto del mundo con Alemania que implicaba una Europa Continental bajo hegemonía de ésta.

Especular sobre lo que pudo ser es, según algunos, un ejercicio inútil, mas no creo que lo sea en este caso, dadas las experiencias para el presente que nos deja. Lo primero es que sin lugar a duda un mundo bajo la hegemonía de una alianza germano-británica no habría ido a la guerra de 1914, y tampoco a la de 1939. El revanchismo francés se habría esfumado a poco de establecerse esa alianza, y sin Francia comprometida con ellos a ir a la guerra, los rusos no habrían siquiera pensado en enfrentar a Alemania. Sin una Rusia dispuesta a ir a la guerra con Alemania, en Belgrado habrían controlado mejor a sus radicales, y con un Berlín en comunicación amistosa y constructiva con Londres, en Viena habrían tenido más cuidado de ir allí a consultar cualquier paso previo y de hacer lo que se les “sugiriera”. O sea, que no es que el asunto del asesinato del Archiduque se habría resuelto mediante otra guerra local, “balcánica”, sin mayor trascendencia, sino que muy probablemente no habría ocurrido tal asesinato.

Queda, claro, el imponderable de la personalidad del Káiser Wilhem, o la posición que los Estados Unidos hubiera ocupado en ese hipotético ordenamiento global, mas unos políticos más atrevidos y de vista más larga en Londres, hubieran podido establecer una arquitectura tripartita del poder global, que habría conseguido traerle a la Humanidad un siglo XX menos tormentoso, y de todavía mayores avances. A fin de cuentas ni el poder del Káiser era tan absoluto e incontrastable en Alemania para 1900, ni es que, como ya he dicho, los británicos desde mucho antes no hubieran demostrado estar abiertos a compartir con Washington la hegemonía, al no discutir lo de “América para los americanos”, o sea, el que en esencia el hemisferio occidental era de los Estados Unidos. Los cuales, por cierto, en ese mundo hipotético se habrían terminado por presentar como la melting pot en que británicos y alemanes se habían unido para sacar lo mejor de ambas naciones.

En un mundo multipolar, controlado por las grandes potencias, no es necesaria una utópica e imposible relación sin competencia, y hasta enfrentamiento abierto. Los grandes pueden perfectamente trasladar su competencia al espacio, y también su conquista y colonización. Como durante los períodos de paz europea, en los siglos XVII y XVIII, en que sin embargo los estados europeos se mantenían en guerra no declarada en el Caribe o Norteamérica, los tres grandes podrían cooperar en la Tierra, en asuntos de seguridad nuclear y en general tecnológica, lucha contra el islamismo expansivo, o contra el cambio climático, y a su vez competir en la Última Frontera: por la Luna, y en la explotación industrial del cinturón de asteroides. A fin de cuentas, como quedó demostrado en los sesenta del pasado siglo, sin competencia entre las grandes potencias es muy difícil conseguir imponerle al público ese paso imprescindible para la Humanidad, la conquista y colonización de nuestros alrededores inmediatos en el sistema solar.

La pretensión de interpretar nuestra época como la de la lucha entre un Eje de las Democracias —los buenos— y otro de las Autocracias —los malos—, del Liberalismo —en su fase terminal, el Wokismo— versus el Autoritarismo, es un disparate, por demás en extremo peligroso en un mundo en que incluso potencias secundarias cuentan con el armamento suficiente para provocar catástrofes globales que amenacen la existencia humana. Mediante esa interpretación un sector mayoritario de la clase política e intelectual de los Estados Unidos —en lo fundamental los demócratas obamistas—, justifica su empecinamiento en no aceptar para su país otra posición que no sea la hegemónica global indiscutida. Una posición que sin embargo cada día le es menos asumible a los Estados Unidos, dados los nuevos y cambiantes balances de poder militar, industrial, demográfico, pero también y sobre todo desde la desventaja espiritual a que el individualismo extremo ha llevado a las sociedades occidentales a la hora de hacer esfuerzos, y tomar sacrificios comunes, frente a civilizaciones como la islámica o las confucianas del Extremo Oriente.

Esa interpretación del mundo en medio de una nueva Guerra Fría ideológica se sustenta sobre la idea de que es posible extender la democracia occidental a todo el planeta con una correcta mezcla de enfoque militar o subversivo hacia las élites del mundo no occidental, y una adecuada operación mediática de mercadeo de las ventajas del liberalismo individualista hacia las grandes mayorías de esas otras civilizaciones no “democratizadas”. Estrategia que como sabemos falló en Irak, en Afganistán, pero también y sobre todo en China, que fue industrializada por Washington en base al dogma de que la riqueza y el contacto con el “mundo libre” bastarían para borrar cuatro milenios de una muy particular civilización, en las antípodas de la occidental.

A su vez la idea de que es posible extender la democracia occidental a todo el planeta se sostiene en definitiva sobre aquella otra, historicista —sí, a la manera del comunismo—, de que en cierta manera hay una evolución necesaria de las sociedades que conduce a la “democracia” —o más exactamente a lo que en Occidente ahora se le llama democracia— como el término y la realización de la historia humana. Un viaje humano de la oscuridad a la luz, del mal a la bondad y la justicia. La realidad, sin embargo, es que la “democracia”, o más exactamente las repúblicas liberales, o poliarquías sustentadas sobre la división de poderes y el voto universal, no son un algo natural a todas las civilizaciones, un producto necesario de una supuesta evolución pre-escrita de las sociedades humanas.

Si algún día llegara a existir un estado laico o una república liberal en Afganistán, o China, es porque el impulso de edificarlos nació de allí mismo, no porque se los impuso desde afuera; y de ocurrir no sería porque las sociedades humanas tengan una evolución pre-escrita, sino porque las sociedades afgana y china, ante determinada circunstancia, con determinada experiencia histórica, y un larguísimo rosario de condiciones internas, que incluyen, por ejemplo, la distribución porcentual de los tipos de personalidad en un momento dado, o el predominio de un tipo de solución a sus disputas internas, han ido a dar allí de manera semejante a como los Estados Unidos de fines del siglo XVIII fue a dar al tipo de organización política y legal que ahora algunos sostienen el non plus ultra de las formas de organización política y jurídica de las sociedades humanas.

Vivimos en una época de enfrentamiento civilizatorio, no ideológico. Y si bien se puede cambiar una ideología con relativa facilidad, cambiar un sustrato civilizatorio, sin acudir a medidas que tras 1945 descartamos por “genocidas”, es tan difícil que sería mejor admitir imposible. En ese contexto la única manera de traer orden al mundo, cuando ya los Estados Unidos han perdido su poderío incontratable de antaño, es un sistema basado en el control consensuado sobre el planeta por las tres o cuatro superpotencias presentes. Algo así como lo que proponía Franklin Delano Roosevelt para después de la derrota de Alemania y Japón, las dos potencias que intentaron disputarle la hegemonía global a los anglosajones: un sistema de cuatro grandes “policías” globales, Estados Unidos, la Unión Soviética, el Imperio Británico y la República China.

Esa idea realista fue sustituida, a la muerte prematura de Franklin Delano Roosevelt, por un supuesto gobierno “democrático” del mundo, basado en la teórica igualdad de todos los estados: las Naciones Unidas con su Asamblea General. Mas no puede haber igualdad real entre un estado o una nación de un millón de habitantes, y su vecina de seiscientos; ni tampoco entre una con una economía capaz de producir casi todo lo que necesita, y otra productora de dos o tres mercancías para el sistema internacional de división del trabajo; entre una que inventó la revolución tecnológica, y otra que no pasa de un agregado mal reunido de tribus neolíticas con bandera, e himno; entre un país con veintiún millones de kilómetros cuadrados y otro con unos pocos miles... En consecuencia, durante los cuarenta años de Guerra Fría que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial en verdad eran dos superpotencias las que gobernaban al mundo, las cuales se enfrentaban entre sí para extender a todo el planeta su propuesta ideológica.

Si al menos en apariencias se mantenía el gobierno global con todos, y para bien de todos —para aprovechar la frase de nuestro idealista mayor—, fundamentado en la idea de soberanía y poder de decisión igual para todos los estados y naciones independientes, era solo por la naturaleza en lo fundamental ideológica de la disputa entre las superpotencias. En teoría lo que hacían los Estados Unidos y la Unión Soviética era competir para ganarse para su ideología a los demás espectadores globales, quienes por lo tanto debían mantener algún poder de decisión propio. En la realidad el gobierno democrático del mundo y la “autodeterminación de los pueblos” no pasaba de una ficción, que le permitía a los dos grandes mantener el enfrentamiento entre ellos a bajo nivel, mientras se batían al interior de cada país a través de sus aliados nacionales, sin tener que llegar por lo tanto al choque directo, y seguramente fatal para la vida sobre el planeta, que hubiera implicado la admisión de que todo no pasaba más allá del encuentro en una misma época de la descarnada voluntad de poder total de dos superpotencias ubicadas en los extremos del mundo occidental, o para ser más exacto cristiano —el mundo judeo-cristiano protestante versus el mundo ortodoxo.

Hoy, sin embargo, no caben los enfrentamientos ideológicos, solo los civilizatorios. Por tanto, tampoco cabe la ficción de gobierno democrático del mundo y de autodeterminación de los pueblos de la Guerra Fría, porque si bien desde el punto de vista de los fuertes se puede desear mantener a cada nación o país con cierta independencia, sin mirar a su tamaño demográfico o poder económico, para que escoja entre opciones ideológicas, ello no tiene sentido cuando el enfrentamiento es entre civilizaciones —puedes dejar a las naciones la libertad de decidir entre capitalismo y socialismo, pero no entre ser ellos o chinos, o rusos, o americanos… aunque esto último, por más que queramos, sonará siempre más a opción ideológica que a nacional.

La naturaleza del conflicto global por la hegemonía al presente, civilizatorio más que ideológico, agrega nuevas razones a nuestra tesis de que los Estados Unidos ya no pueden traer orden en solitario al mundo. No solo es que ese país haya perdido el liderazgo industrial ante China, o que la efectividad de la ideología liberal para erosionar a otras civilizaciones, y “americanizarlas”, se haya demostrado limitada. También está el hecho de que en los Estados Unidos no parece haber nadie dispuesto a tomar las medidas “genocidas” con que siempre se ha conseguido imponer quien alcanza la hegemonía total en un conflicto entre civilizaciones. Porque no nos engañemos: a diferencia de en un conflicto de ideologías, en que el universalismo de estas asegura la posibilidad potencial de no tener que eliminar por completo a los del otro bando —se los puede convencer, de su “error”—, en uno entre civilizaciones la única manera de imponerse es arrasar con el contrario y su mundo —de ahí que los Estados Unidos no hayan triunfado en Indochina, un conflicto civilizatorio en el fondo, donde solo cabía eliminar a toda la población de la región, o que el conflicto israelí-palestino no tenga visos de solución, dada la imposibilidad para los palestinos de pasar a cuchillo a todos los habitantes del estado de Israel, y las ataduras morales que le impiden a los israelíes, que si cuentan con los medios para hacerlo, el no dejar a un palestino con vida.

Por tanto, ya que los Estados Unidos han perdido su liderazgo global de hace poco más de una década, y dado que no tienen ni los recursos materiales, ni la voluntad para hacer lo necesario para recuperarlo, en este nuevo contexto de enfrentamiento entre civilizaciones, no entre ideologías, la única opción realista ante la política exterior americana es proponer un poder global compartido de los tres grandes, con claras zonas de interés demarcadas, y respetadas de mutuo acuerdo. Eso, y claro, rezar porque ni en Rusia, ni sobre todo en China, esos rivales tan homogéneos étnicamente, den en la opción de la que echó mano Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Aunque no hay que preocuparse mucho de ese lado, ya que esa no parece ser una evolución probable de los acontecimientos en esos países. Porque si algo hay que señalar a estos otros dos grandes poderes es que no parecen tener la voluntad expansionista o el ansia de dominio global presente en el mundo islámico, en el nombre de Alá. Por demás la tendencia a compartir los mismos escrúpulos morales de Estados Unidos —menor sin duda, pero existente— es en gran medida la principal razón de peso, además de su poder real, para atreverse a intentar compartir el poder global con ellos.

© cubaencuentro

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