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Actualizado: 28/06/2024 0:13

Anatole Broyard, Identidad racial, Literatura

La impostura racial

El influyente y carismático crítico Anatole Broyard logró que, durante cuarenta años, se lo leyera y se lo tratara como si fuese blanco, al nunca decir explícitamente que era negro.

“Muchos escritores son elogiados o admirados por inventarse a sí mismos, pero con Anatole Broyard pasó lo contrario. En su libro Trece maneras de mirar a un negro, el historiador afroamericano Henry Louis Gates lo llamó «el Scherezade de la impostura racial». Broyard logró que, durante cuarenta años, se lo leyera y se lo tratara como si fuese blanco, por el sencillo procedimiento de no decir nunca explícitamente que era negro”.

La cita anterior la he tomado de un artículo que el escritor argentino Juan Forn dedicó a recordar a Anatole Broyard (Nueva Orleans, 1920-Boston, 1990). Un hombre que durante dieciocho años fue crítico de libros del New York Times. Una labor que realizó hasta su jubilación en junio de 1989, y que lo convirtió en árbitro del gusto literario del público lector de la Norteamérica blanca. En cambio, no fue capaz de escribir la obra magna que se esperaba de él, aquella que le iba a asegurar la fama un sitio en las letras contemporáneas.

Fue influyente como crítico y ensayista, pero eso no lo compensó de su bloqueo como escritor. Algo que lo llevó a acudir a psicoanalistas, quienes no pudieron ayudarlo. Algunos especulan que la razón de esa sequía creativa era la propia existencia que llevaba: la identidad racial cobraba tanta importancia en ella, sencillamente porque no era reconocida. Broyard no podía dejarla atrás porque la había puesto debajo de él. Una de sus hermanas comentó que desde chico se consideraba diferente y se sentía incómodo de ser un Broyard. Años después, en el cuento con el cual se dio a conocer como escritor, apunta: “De las puertas para adentro éramos una familia normal, pero en la calle yo sentía que todos nos miraban, que llamábamos la atención. Cualquiera que me viese con mi familia sabría demasiado de mí”.

El primer Broyard registrado en Luisiana fue Etienne Broyard, un colono francés que llegó a Luisiana a mediados en la década de 1750. La mezcla racial ocurrió en 1855, cuando Henry Broyard se casó con la mujer negra bien educada, hija de refugiados haitianos. Henry Paul Broyard, el padre de Anatole, descendía de antepasados que se establecieron como personas de color libres antes de la Guerra Civil.

Broyard, su padre y sus dos hermanas tenían distintas tonalidades de piel, unos más claros y otros más oscuros. Él y su hermana Lorraine, dos años mayor, eran de piel clara y rasgos europeos. Su hermana menor, Shirley tenía la piel más oscura y rasgos africanos. El padre era carpintero y como su piel era color café con leche, dejaba que los clientes creyeran que era blanco. Pero siempre asumió su identidad como negro y vivía como tal.

Durante la depresión, la familia se mudó a Nueva York, como parte de la gran emigración de afroamericanos a las ciudades industriales del norte. Vivían en una comunidad de clase trabajadora y racialmente diversa en Brooklyn. Dado que el sindicato de carpinteros discriminaba a los negros, su padre se hizo pasar por blanco para conseguir trabajo. Bliss, la hija de Broyard, reveló tras la muerte de este que su madre le contó que cuando su padre tenía seis años había sido condenado al ostracismo tanto por los niños blancos como por los negros. Estos se metían con él porque parecía blanco, y los otros lo rechazaban porque sabían que su familia era negra.

Era la imagen del escritor bohemio

Broyard comenzó a estudiar en el Brooklyn College antes de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial. Cuando se alistó en el ejército, las fuerzas armadas estaban segregadas y a ningún afroamericano le permitan ser oficial. Pero él fue aceptado como blanco en el momento del alistamiento, lo cual le permitió completar con éxito los estudios. Durante su servicio, fue ascendido al rango de capitán. Después de la guerra, mantuvo su identidad blanca y la usó para estudiar en la New School for Social Research, en Manhattan.

Al regresar de ejército, abrió una pequeña librería en el Greenwich Village, que entonces era un importante centro intelectual y artístico. Allí dio inicio su leyenda, por la manera como llevaba la librería. No aceptaba vender un libro si antes él no lo había leído, sin importarle el precio que le ofrecían. Más que como un negocio, para él era un medio para acceder a los círculos literarios. Era un joven amante del jazz, aspirante a escritor, y estaba ávido por hallar no solo su voz, sino además un espacio propio en un paisaje y un tiempo que no se iban a repetir.

Los medios literarios del Village en los cuales se movía lo aceptaron debido a su encanto, su charla inteligente, su erudición y su éxito con las mujeres. El novelista y ensayista Herbert Gold ha comentado: “Para la gente de su generación y la mía que vivía en el Village, Anatole era la imagen del escritor bohemio. En sus historias y su estilo, él era mi idea de un hipster, y fue uno de los primeros en escribir sobre ellos. Anatole inventó su vida sobre la marcha y yo lo admiraba por su irónico sentido de la diversión”.

Pero a fines de los 40, comenzó a atraer la atención por sus escritos, que aparecieron en revistas tan importantes como The Partisan Review y Commentary. Gracias a eso, pasó a formar parte de un grupo intelectual de mentes brillantes, que se desenvolvían con amplia libertad por diferentes dominios. De esos años es su ensayo más conocido, “Un retrato del hipster”. En él hace un análisis de ese nuevo tipo que muchos veían como un rebelde. Broyard, por el contrario, sostiene que el estilo de vida del hipster “se volvió más rígido que las instituciones que se había propuesto desafiar”.

A aquella bohemia de la cual formó parte le rindió homenaje en el libro Kafka Was the Rage: A Greenwich Village Memoir (edición en español: Cuando Kafka hacía furor), publicado póstumamente. Son unas memorias muy amenas, escritas con elegancia, sagacidad y un humor que a veces es ácido. Para él, “el Village, en 1946, era lo más parecido a París en los años veinte. Los alquileres eran baratos, los restaurantes eran baratos, y yo creía que incluso la felicidad podía adquirirse a un bajo precio”. El libro tuvo muy buena recepción crítica. Alfred Kazin las calificó como “unas memorias divertidas, tiernas, reflexivas y astringentes… Aquí está el mejor Anatole”. Y el diario Chicago Tribune destacó “todo el ingenio, la compasión y la perspicacia de Broyard… Su inteligencia, su estética, su visión del mundo resplandecen en estas memorias”.

Su eclosión se produjo cuando en 1954, cuando dio a conocer en la revista Discovery su cuento “Lo que dijo la cistoscopia”. En ese magnífico texto relata una historia sobre padre e hijo, ambientad en un hospital. En realidad, lo que hace es recrear con una veracidad impresionante los últimos días de su padre, aquejado por un cáncer terminal. De aquella narración Philip Roth dijo en una carta: “No sale a cuenta ni siquiera para escribir un relato tan espléndido como «Lo que dijo la cistoscopia», no al menos mientras Aristófanes no sea Dios”. Como ocurre con la mayor parte de sus artículos y ensayos, el problema del cuento está en lo que calla. No hay un solo detalle que lleve al lector a pensar que esa familia de Brooklyn no es blanca.

Se negó a ser un escritor negro

Broyard estaba decidido a entrar en el mundo de la literatura norteamericana, que en los 40 y 50 era evidentemente blanca. Para lograrlo, antepuso su ambición personal a su identidad racial. Le confesó al novelista Harold Brodkey: “No quiero ser un escritor negro. No quiero circunscribirme a la problemática negra. La raza no tiene por qué ser necesariamente un asunto de ley natural; puede ser también una cuestión de afinidades electivas. Y lo que yo siempre quise es ser un escritor, no un escritor negro”.

Por su parte, su hija Bliss expresó tras su muerte: “Mi padre realmente creía que no existía ninguna diferencia entre negros y blancos, y que la única persona responsable de determinar quién se suponía que era, era él mismo”. Ambicioso de pertenecer al establishment literario, Broyard justificó su elección de hacerse pasar por blanco y se negó a que se pusiesen límites a su libertad, o a que lo etiquetaran como escritor negro al igual que James Baldwin o Richard Wright.

Para construirse su identidad blanca, cortó metódicamente los lazos con sus familiares, lo cual incluía a la madre y a las dos hermanas. Se deshizo cruelmente de su pasado y de su identidad. Durante los años 60 no expresó ninguna muestra de simpatía por el movimiento de los derechos civiles. Incluso escandalizó a amigos suyos cuando le escucharon hacer comentarios virulentos sobre los afroamericanos. En ese proceso de convertirse en blanco, en 1961 contrajo matrimonio con Alexandra Nelson, una bailarina rubia de ascendencia noruega, con quien tuvo un hijo y una hija que salieron blancos.

No obstante, el rumor sobre su identidad real lo rodeó como un cuchicheo. Algunas de sus amistades sabían la verdad acerca de su ascendencia negra. Muchos otros oyeron hablar sobre el tema. Pero recurriendo a negaciones, evasivas y perspicaces medias verdades, Broyard logró que casi todos ignoraran por completo lo que durante décadas se esmeró en ocultar. Entre los escritores negros, su actitud fue un asunto de discusión.

En 1971, el New York Times buscaba un nuevo comentarista de libros, y algunos periodistas lo recomendaron. Su llegada a ese emblemático diario fue un signo de los nuevos tiempos. Quien era considerado una especie de representante del movimiento intelectual del Village, se halló ahora instalado en una posición de poder que casi todos ansiaban. Sus inicios allí fueron impresionantes. Christopher Lehman-Haupt, quien había sido comentarista diario del periódico por más de un cuarto de siglo, reconoció: “Broyard tenía una maravillosa manera de establecer el tono y de hablar consigo mismo en las reseñas. Poseía buen gusto y también buen instinto cuando se trataba de obras de ficción”. Otro comentarista, Herbert Mitgang, dijo que siempre pensó que Broyard era el más literato de los críticos, y que convertía sus reseñas en pequeños ensayos.

Broyard era un hombre que amaba los libros. Para él, “una estantería es tan buena como una vista, tanto como el panorama de la vista de un río de la ciudad. Hay amaneceres y atardeceres en los libros, tormentas y céfiros”. Y expresó que “cuanto más me gusta un libro, más lentamente lo leo. Esta respuesta espontánea es una de las cosas que hace que la lectura sea tan valiosa”. Sus reseñas destilaban ese amor por la literatura. No se reducía a contar el argumento y resumir el tema, sino que se preocupa por expresar juicios valorativos. Poseía, asimismo, la capacidad de ser revelador en unas pocas frases.

Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor

Sus textos irradian además confianza en sí mismo, y nunca se permitía que quedasen dudas sobre lo que pensaba acerca de la obra que comentaba. Ocasionalmente era acervo, lo cual le ocasionó más de un problema. Y tampoco disimulaba su hostilidad contra las escritoras feministas. En Aroused by Books (1974) recogió un centenar de las trescientas reseñas que redactó entre 1971 y 1973. A su más bien escueta bibliografía también pertenece la antología de ensayos Men, Women and Other Anticlimaxes (1980).

Broyard recibió una beca Guggenheim para completar sus memorias. Pero en 1989 decidió aplazar esa tarea, cuando le diagnosticaron que padecía cáncer de próstata, el mismo que cuarenta años antes se llevó a su padre. Comprendió entonces que a su vida le quedaba un tiempo limitado y decidió emplearlo a escribir sobre su propia enfermedad. En los catorce meses que transcurrieron hasta su fallecimiento, redactó un conjunto de textos en los cuales partió de una premisa:“Así como un novelista convierte su angustia en relato o novela con el fin de estar en condiciones de controlarla al menos hasta cierto punto, una persona enferma puede hacer a partir de su enfermedad un relato, una narración, como medio para tratar de desintoxicarla. La metáfora era uno de mis síntomas”.

Parece ser, conjetura, una reacción natural al hecho de estar enfermos. Y afirma que “el paciente ha de empezar por tratar su enfermedad no como un desastre, un motivo para la depresión o el pánico, sino como un relato. Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el dolor”. Y en uno de los textos describe a su médico ideal, que “se parecería a Oliver Sacks. Me imagino al doctor Sacks entrando en mi condición de enfermo, mirándola en derredor, desde dentro, como un casero amable, con un inquilino, tratando de ver la manera de que el inmueble sea más grato de habitar. Miraría en derredor llevándome de la mano y entendería qué se siente siendo yo”.

Su idea era reunir aquellos textos en un libro que pensaba llamar Critically Ill (Críticamente enfermo). Pero tras su muerte, la familia lo publicó en 1992 bajo el título de Intoxicated by My Illness: And Other Writings on Life and Death(edición en español: Ebrio de enfermedad). Como en total no eran muchas páginas, se les añadió el cuento “Lo que dijo la cistoscopia”, que nunca había aparecido en libro. Algo que habría complacido mucho a Broyard es que el prólogo lo redactó el famoso neurólogo Oliver Sacks, quien, entre otras cosas, expresa que “estos escritos son equiparables a lo mejor que se haya escrito sobre la enfermedad desde Tolstoi hasta Susan Sontag”.

Dos meses antes de fallecer, Broyard reunió a sus dos hijos y les reveló algo que había mantenido en secreto: no era blanco, sino negro. Eso dejó a Bliss aturdida y, al mismo tiempo, insegura sobre su identidad. Y la condujo a embarcarse en una investigación para averiguar quién era realmente su padre. Se dedicó a buscar a parientes desconocidos en Nueva York, Los Ángeles y Nueva Orleans. Descubrió así los 250 años de historia de su familia en Estados Unidos. De ahí surgió el libro One Drop: My Father’s Hidden Life-A Story of Race and Family (2007), en el que también narra su propia evolución, desde ser una WASP (White Anglo-Saxon Protestant) privilegiada hasta una mujer de ascendencia mestiza. Una obra, como comentó el escritor A. M. Holmes, “es al mismo tiempo una exploración mordaz de las consecuencias de las diferencias raciales en Estados Unidos y una búsqueda muy personal de identidad, familia y perdón”.

© cubaencuentro

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