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Actualizado: 01/07/2024 13:46

CON OJOS DE LECTOR

La condena del silencio y el olvido (III)

La reacción visceral que inspiran los campos de concentración nazis no es unánime cuando se trata de enjuiciar y condenar el horror totalitario del gulag.

Al igual que ha sucedido con otras obras de la literatura concentracionaria rusa, Relatos de Kolymá es un libro que un amplio sector de la izquierda no ha terminado de asimilar. Eso tiene que ver con algo que la norteamericana Anne Applebaum señala en la introducción de su magnífico y documentado ensayo Gulag: la reacción visceral que inspiran los crímenes de Hitler no es unánime cuando se trata de los crímenes de Stalin. Ilustra su afirmación con una anécdota que vivió hace unos años cuando estuvo en Praga. En uno de los sitios más visitados por los turistas extranjeros se vendían en la calle objetos militares soviéticos: boinas, insignias, imágenes de latón de Lenin y Brézhnev. Cuenta la extrañeza que le produjo ver que quienes compraban aquellas cosas eran europeos occidentales y compatriotas suyos. Éstos, apunta, "se habrían sentido incómodos al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, ninguno tenía inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta o en la gorra". Y concluye: "La lección no podría haber sido más elocuente: mientras que el símbolo de un asesinato masivo nos llena de horror, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír".

La indulgencia, el mutismo, la tibieza, las matizaciones, las justificaciones, las coartadas, forman parte de la actitud general que se asumió ante lo que muchos sabían pero prefirieron ignorar. De ahí proviene además ese doble rasero a la hora de condenar el aniquilamiento de millones de seres humanos cometido en nombre del nazismo y el comunismo. Leí en algún sitio un argumento que me parece no hace falta refutar: el comunismo tenía una base ética, mientras que el nazismo partió del horror. No creo que importe mucho esa supuesta diferencia si al final el resultado de ambas ideologías fue idéntico: una montaña de cadáveres, un mar de sangre. Ni siquiera se puede echar mano a las cifras para apoyar lo anterior: los 479 campos del gulag, por los cuales pasaron 29 millones de personas, provocaron más víctimas que Auschwitz, Dachau, Buchenwald, Majdanek, Treblinka y Mauthausen juntos.

En el caso del gulag, no cabe hablar de ignorancia sino de ceguera voluntaria. En fecha tan temprana como la segunda mitad de la década de los veinte aparecieron los primeros testimonios que denunciaban esa realidad. En 1926 se publicó en Londres Island Hill: A Soviet Prison in the Far North, traducción al inglés del libro de S.A. Malsagov. Al mismo se sumaron en los años siguientes títulos de Iuri D. Bezsonov ( MyTwenty-Six Prisons and my Escape from Solvki, 1929), Tatiana Tchemavin ( Escape from the Soviets, 1934), Vladimir Tchemavin ( I Speak for the Silent: Prisoners of the Soviets, 1935), Víctor Kravchenko ( I Chose Freedom, 1947), Vladimir Petrov ( It Happens in Russia, 1951), Sergeir Maksimov ( Taiga, 1952). Vieron la luz además libros escritos por extranjeros a quienes también les tocó vivir la experiencia concentracionaria en la Unión Soviética: George Kitchin ( Prisoner of the OGPU, 1935), Margaret Buber-Neumann ( Under Two Dictators, 1949), Helmut Fehling ( One Great Prison: The Story Behind Russia’s Unreleased POWs, 1951), J. Scholmer ( Vorkuta, 1954), Antoni Ekart ( Vanished without Trace: Seven Years in Soviet Russia, 1954). En conjunto, constituían llamadas de alerta sobre lo que estaba sucediendo en ese país, pero sencillamente no fueron escuchadas.

Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, las atrocidades y violaciones de los derechos humanos que se cometían en los campos de trabajo forzado de la Unión Soviética constituían un hecho fuera de toda duda. Los gobiernos de los países europeos vencedores se vieron así en el difícil trance de admitir que crímenes en masa similares a los de los nazis seguían ocurriendo bajo un régimen que fue su aliado en la lucha contra Hitler. No tomaron en cuenta que Stalin había firmado un pacto con Hitler al inicio de ese conflicto bélico, ni que luego invadió Polonia y ocupó los países bálticos. Ni siquiera consideraron que Stalin, cuyo antisemitismo fue aumentando con los años, fue el primer dirigente comunista que negó el genocidio nazi. Optaron entonces por no aceptar la existencia del gulag, contribuyendo de ese modo a que en la Unión Soviética continuase la campaña de exterminio social.

En uno de los textos que sirve de presentación al libro de fotos sobre el gulag recopiladas por Tomasz Kizny, Jorge Semprún recuerda un dato escasamente divulgado. Tras la derrota de las tropas hitlerianas, Buchenwald no fue desmantelado ni dejó de funcionar como campo de concentración. Tres meses después de haber salido los últimos prisioneros que allí se encontraban, fue puesto al servicio del ejército soviético de ocupación, que lo utilizó hasta 1950, año en que se creó la República Democrática Alemana. Es por eso completamente lógico que tras la reunificación de Alemania, Buchenwald pasó a contar con dos museos, uno para recordar las víctimas de los nazis y otro dedicado a las que murieron bajo la administración estalinista.

Por testimonios de sobrevivientes, hoy se sabe que los ciudadanos soviéticos que estaban recluidos en los campos nazis cuando finalizó la guerra no fueron liberados, sino que la mayoría de ellos fueron trasladados a los gulags. En el testimonio autobiográfico El vértigo, otro texto imprescindible de la literatura concentracionaria, Evguenia S. Ginzburg recoge el caso de una comunista alemana que conoció cuando estaba presa:

"Clara se tendió boca abajo sobre el catre y se arremangó el vestido. Tenía en los muslos y las nalgas cicatrices monstruosas, como si una manada de bestias feroces le hubiesen lacerado las carnes. Los finos labios de Clara se apretaron. Sus ojos grises parecían de fuego en aquella cara de tez muy morena.

"−Ésta es la Gestapo —dijo con voz ronca.

"Luego se sentó y, extendiendo las manos, añadió:

"−Y éste es el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos.

"Las yemas de los dedos estaban magulladas, violáceas e hinchadas. Carecían de uñas. Creí que mi corazón iba a pararse.

"−¿Qué ha sido eso?

"−Un método especial para obtener… ¿Cómo se dice?… Confesiones sinceras".

Eso confirma lo que expresó la italiana Barbara Spinenelli en 1997, con motivo del octogésimo aniversario de la Revolución de Octubre: "Había una análoga pulsión de matar en la idea que el nazismo y el comunismo se hacían del Hombre Nuevo y Regenerado, del Bien impuesto con violencia al ser mortal, de la Jerusalén celeste transplantada a la tierra; había un desprecio análogo, radical, por el ser humano tal como nace, como crece, como muere en la imperfección y la falta de plenitud". Es oportuno recordar que bajo la dictadura de Stalin en 1935 se instauró en la Unión Soviética la pena de muerte a partir de los 12 años, y que algunas de sus frases más célebres eran "La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problemas", "Golpead, golpead y golpead otra vez" y "Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, simple estadística".

El vergonzante comportamiento de los intelectuales

Todo eso, insisto, ocurrió durante décadas con la complacencia y la actitud hipócrita de buena parte de la izquierda y la progresía de todo el mundo, que adoptó la estrategia del avestruz y prefirió cerrar ojos y oídos ante lo que constituía un secreto a voces. Respecto al comportamiento de los intelectuales, Anne Applebaum hace otra atinada distinción: el prestigio del filósofo alemán Martin Heidegger se vio seriamente afectado por su breve pero abierto apoyo al nazismo, pese a que se desarrolló antes de que Hitler cometiese sus principales atrocidades. En cambio, la reputación del también filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre no ha sufrido en lo más mínimo debido a su agresivo apoyo al estalinismo durante la posguerra, cuando las pruebas de los crímenes cometidos eran abundantes y se hallaban al alcance de cualquier interesado.

En ese sentido, son muchos los ejemplos que ilustran el vergonzante comportamiento de los intelectuales. Escojo dos que me parecen significativos. Cuando el dramaturgo alemán Bertolt Brecht se vio obligado a escapar de su patria, se fue a Estados Unidos y no a la Unión Soviética. Estaba bien informado del 18 Brumario desatado por Stalin a partir de 1937, y cuyo objetivo era eliminar a los militantes del partido que pudieran impedir la instauración de su dictadura. La arbitrariedad de aquellos procesos y detenciones no impidieron al autor de Madre Coraje y sus hijos comentarle al filósofo Sydney Hook: "Cuanto más inocentes son, más merecen morir".

El otro ejemplo es un poco más reciente, y lo tomo del blog de El Filósofo Impaciente. En 1976, Alexander Solzhenitsin viajó a España para presentar la traducción a nuestro idioma de una de sus novelas. En la revista Cuadernos para el Diálogo apareció un artículo, firmado por el novelista Juan Benet, cuyo contenido dejó atónito al visitante. Para él fue, declaró, como si le hubieran echado vinagre en las llagas. He aquí un elocuente fragmento de lo que allí expresa el famoso y venerado autor de Volverás a Región: "Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexander Solzhenitsin los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexander Solzhenitsin no puedan salir de ellos".

De haber escrito algo como eso respecto a un sobreviviente de Auschwitz o Treblinka, Benet se hubiera enfrentado a la repulsa de todo el mundo. De hecho, hacer chistes o negar el Holocausto es considerado un delito en algunos países. No ocurre lo mismo, por el contrario, cuando se trata de los crímenes cometidos bajo regímenes comunistas. Por ejemplo, no nos parece de mal gusto y, peor aún, nos reímos cuando escuchamos contar un chiste como éste: Una noche la policía política llega a un bloque de apartamentos de Moscú y empieza a golpear violentamente en la puerta de uno de los mismos. Desde el interior se escucha entonces una voz que dice: "Se han equivocado de sitio. Los comunistas viven en el piso de arriba". Como bien comenta el novelista inglés Martin Amis en su libro Koba el Temible, parece que los millones de muertos que dejó el comunismo nunca tendrán la dignidad fúnebre del Holocausto.

"¿Qué sucederá ahora? No es posible que una cosa semejante se liquide sencillamente así, sin la intervención de la justicia". Son palabras escritas a principio de la década de los sesenta por Evguenia S. Ginzburg, quien a pesar de haber pasado dieciocho años en cárceles y campos se mantenía fiel a "la gran verdad leninista". Mas se equivocaba. Hasta hoy, ni uno solo de los verdugos de aquel genocidio ha sido procesado. Nunca ha habido un juicio similar al que se hizo en Nüremberg a los oficiales nazis. A lo sumo, el año pasado la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó "una condena internacional de los crímenes de los regímenes comunistas totalitarios". Nada más. Ni siquiera logró salir adelante la idea de crear un museo en memoria de las víctimas, a las que incluso se privó del derecho de descansar en una tumba. Tampoco quedan restos materiales de los gulags. Muchos desaparecieron sepultados por los pueblos, carreteras y fábricas construidos por los reclusos. De los otros, la naturaleza se encargó de borrar los últimos vestigios.

No hace mucho, el periódico Izvestia publicó una carta que varios escritores rusos dirigieron al ministro de Educación. La firmaban, entre otros, Vladimir Voinovich, Fazil Iskander y Andréi Vosnesenski. En el texto expresan su preocupación por la nueva purga que están sufriendo los autores encarcelados y silenciados por el régimen comunista. Ese "golpe al futuro asestado con las fuerzas del pasado", afirman, tiene un ejemplo claro en los programas de literatura de la enseñanza secundaria. Libros como Doctor Zhivago, de Boris Pasternak, La excavación, de Andréi Platónov, y Relatos de Kolymá, de Shalámov, que figuraban en la lista de lecturas obligatorias, han pasado a ser lecturas optativas. Asimismo de toda la producción poética de Anna Ajmátova sólo quedan como "recomendados" tres poemas patrióticos; y la obra de Ossip Mandelstam, considerado el más grande poeta ruso del siglo XX y que murió en un campo de tránsito mientras aguardaba su traslado a Siberia, ha sido pasada a la lista general o "fosa común", como antes era conocida.

Esos textos, agregan los firmantes de la carta, están siendo sustituidos además por otros más acordes con los valores de ese pasado que ahora se quiere reinstaurar. Los escritores, por último, expresan: "Creemos que un papel fundamental en la escuela es la formación de una personalidad libre y crítica, que ama y conoce su país, y no 'fragmentos escogidos' de su difícil historia. La literatura rusa del siglo XX, con su destino trágico, he dejado grandes modelos capaces de protegernos contra la repetición de los errores que provocaron la muerte de millones de personas y deben ser incluidos en los programas obligatorios de la escuela. El olvido es peligroso".

En el libro de fotografías sobre el gulag de Tomasz Kizny, hay un par de imágenes tomadas por él que resumen lo anterior de modo elocuente y vívido. En una aparece el busto de bronce erigido en 1989, en la plaza central de Magadán a Eduard Berzin, fundador y primer jefe de Kolymá (su fanática devoción a Stalin no impidió, sin embargo, que en agosto de 1938 lo fusilaran en el sótano de la Lubianka, siguiendo la lógica de la Gran Purga). En la otra se ve, en la esquina de un edificio, el cartel con el nombre de la calle principal: E. Berzin (por si no fuera suficiente escarnio, también una escuela primaria se llama así). Al fondo, encima de una colina, se puede apreciar una especie de túmulo de 15 metros. Es la Máscara de la Aflicción, el monumento que recuerda a las personas que murieron en Kolymá. Posiblemente, Magadán es el único lugar en el mundo donde se rinde homenaje a la vez a las víctimas y a su verdugo. A éste con una estatua suya en el centro de la ciudad; a aquéllas, con un obelisco en las afueras.

© cubaencuentro

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