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Actualizado: 02/07/2024 13:30

Literatura

Josefina Badía

Con esta tercera entrega continúa la serie “Una familia, un siglo”, que traza la prevalencia de la amistad por encima de las diferencias que conducen al odio en una célebre familia cubana

“Ansi font, font, font,
Les petites marionettes,
Ansi, font, font, font,
Trois petits tours
Et puis s’en vont!”.

A veces se la menciona, de pasada, al nombrar a algún miembro del grupo Orígenes. Pero realmente poco se ha hablado de Josefina Badía y, en consecuencia, casi nadie sabe quién fue.

A los noctámbulos de mi época les bastaría tal vez con descubrir que también era la madre de Felipe Dulzaides, aquel músico excepcional con quien inauguramos nuestras incursiones en el club La Red, de El Vedado. El mismo que ponía las canciones en tiempo de jazz para que las interpretara Doris de la Torre con Los Armónicos, memorables en las noches habaneras. Cómo olvidar su versión de Cest si bon y, aún más: Nuestras vidas.

Pero ya me desvié.

El tema de hoy es que con Josefina Badía entra al torrente sanguíneo de la progenie de Diego y Vitier, la veta musical. Su hija Bella comentaba en una entrevista, también remota: “Mamá era mamá y el piano”, definición que describía al instrumento como una adherencia de su cuerpo, atado a su ritmo vital y a su modo de comunicarse con los demás.

Ella era mucho más que la madre de las hermanas García Marruz. “No se puede hablar de Orígenes sin mencionarla”, decía Cintio, y se refería a que su piano no sólo fundó la atmósfera de Neptuno 308, sino que actuó como firme telón de fondo, creador del estado de ánimo que hizo de esa casa un puerto seguro. Quienes llegaban, a menudo buscaban confianza, apoyo, tolerancia y algo de alegría. En suma: un espacio de libertad. Y todos coinciden en que allí los encontraban, bajo el entorno de la música como expresión de afecto.

Porque Josefina Badía era diferente. Para su época y aun para la actual. Una mujer que tomaba decisiones sobre su vida, hacía las cosas a su propio modo y, sobre todo, reía, cantaba y sufría a través del piano. Los taciturnos Diego se alimentaron de su ritmo; los musicales Vitier, de su melodía.

Josefina de Diego, su nieta, ha escrito una minuciosa memoria de la familia en la que recuerda los días de su infancia en Arroyo Naranjo. Así describe la presencia de la abuela: “Oírle tocar el piano era siempre una fiesta, pero una fiesta como encantada porque había algo mágico, sobrecogedor, en ese instante en que se acomodaba en la banqueta, elevaba sus manos y las dejaba caer, suavemente, sobre el teclado amoroso”.

De hecho, el exergo que encabeza esta crónica, es una cancioncita francesa con la que Josefina anunciaba su presencia dominical en la quinta de Arroyo Naranjo. Cuando ella cantaba “ansi font, font, font”, los niños escuchaban “chifón, chifón” y corrían hacia el piano. Por eso, siempre le dijeron “abuelita Chifón”.

Cuando le pregunté a Bella cómo era Josefina, me contestó rápida: “Mi madre era una mujer sin convenciones. Tuvo seis hijos, pero perdió a los dos mayores muy pronto. Ambos se llamaron Felipe. Tú nada más analiza lo que significa ver morir a un hijo, el primero, con casi tres años de edad. Ella estaba devastada. Pero no guardaba luto, y al regreso del entierro se sentó al piano para tocar una y otra vez las melodías juguetonas, infantiles, que le gustaban al niño y ella había compuesto para él. Estuvo tocando toda la tarde y la noche, tocó hasta el amanecer. Esto ocurrió, antes de 1917, más o menos por esa época. El barrio donde vivía entonces, en Cárdenas, se escandalizó. Los vecinos nunca entendieron por qué lo hacía”.

No tuvo una vida fácil. A su tercer Felipe, lo arrancaron de su lado cuando era muy pequeño, con la información de que la madre había muerto. Mientras, ella no paraba de buscarlo. Doce años después encontró a Felipe Dulzaides convertido en un adolescente que mostraba el talento musical que las prohibiciones de acercarse a un piano no habían logrado cancelar. La reunión con ese hijo cerraba el pasaje más doloroso de su vida.

En 1932, en plena tiranía de Machado, la economía de la familia se resintió, cuando el doctor García Marruz se quedó sin sus clases en la universidad. Aunque ya divorciados, él seguía sosteniendo a sus hijos, pero ya no ganaba lo suficiente. Entonces a Josefina se le ocurrió formar una orquesta de mujeres, convocó a su hermana Lola para el violín y a Ursisina, esposa del tío Ismael García Marruz, para las percusiones. Unas amigas, Ester y Teté, se hicieron cargo de la flauta y el cello. El piano, ni decirlo, era de Josefina.

Bella recordaba: “Tenían un repertorio español que tocaban muy bien y fueron contratadas por el hotel Regina, que estaba frente al cine Campoamor, donde había una tabernita de ambiente hispano. Se consiguieron trajes de vuelos y empezaron a traer dinero para la casa”.

“Después de esa etapa”, añade Bella, “ya mamá no dejó de vivir de la música: montó repertorios, acompañó a cantantes y tocó como solista”. Cuando murió cumplía su primer año de pianista acompañante y repertorista en el ballet de Ana Leontieva. Un día, al regreso del trabajo sufrió un ataque cerebral. Sólo entonces se cerró su piano. La música había salvado a Josefina Badía de la amargura. Y es la música, principalmente ella, quien la mantiene viva entre sus descendientes.

© cubaencuentro

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