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Actualizado: 02/07/2024 13:30

Música

Dos genios de siempre

Apenas dos días han separado la muerte de Richard Egües del aniversario del nacimiento de Arsenio Rodríguez.

La misma semana en que celebramos el aniversario 95 del natalicio del gran Arsenio Rodríguez, los cubanos nos enteramos del deceso en La Habana del flautista y compositor Richard Egües. Con la diferencia de apenas dos días, se sembraron en el calendario las fechas que reúnen a dos seres inmortales dentro de la maravillosa saga de la música cubana de todas las épocas.

Cada cual a su manera, Arsenio y Richard conciliaron talento y virtuosismo para entregar la acabada obra de los maestros de siempre. Compositores ambos e instrumentistas de ley, contribuyeron a dimensionar sonoridades que perduran no sólo en el imaginario ambivalente de algunos nostálgicos.

Cada vez que celebramos el aniversario o lamentamos la muerte de un artista, se impone aquello de cómo leen su obra las nuevas promociones de músicos, cómo se enfrentan estos al legado de sus antecesores, padres fundadores o continuadores de una identidad a la que se es leal nunca forzosamente. Admiramos lo que hicieron hace más de medio siglo por su grandeza y validez, pero si ya no representaran mucho en el sentido ético y también en el estrictamente artístico, sus grabaciones se desecharían.

Esa es la suerte de un artista. Los jóvenes músicos cubanos saben que deben indagar críticamente en la tradición. Quien no desee ser víctima de semejantes exploraciones de la memoria, quedará a la vera del camino, en la cuneta de los tiempos.

Sin lápida ni estatua

Arsenio supo llenar con sus composiciones en prácticamente todos los géneros páginas imprescindibles, acaso como sólo pudieron hacerlo unos pocos. Fue tresero sin otra escuela que la vida ni otra herramienta que su portentoso oído y vivió obsesionado por lograr lo novedoso, por experimentar sonoridades, por desligarse de lo intrascendente o lo manido.

En ese terreno sólo el Niño Rivera (Andrés Hechavarría) y hoy Pancho Amat pueden disputarle honores, aunque Amat se declare su discípulo.

Era ciego, pero sabía enfilar sus pasos hacia la luz mejor que cualquier otro músico en posesión de todas sus facultades. Tenía muy desarrollada su innata capacidad de renovación y búsqueda, que le llevaba a mantener perenne comunicación con fuentes vivas de la trama étnica y cultural cubana. Provenía de una familia pobre, descendiente de esclavos congoloses.

Con Arsenio, el son ganó urbanidad. Estudiosos como Cristóbal Díaz Ayala apuntan que a partir de sus contactos con la orquesta Casino de la Playa, surgió en Arsenio la idea de convertir el septeto típico en conjunto, agregando trompeta y piano, sin perder la sabrosura del tres. Es difícil no deducir que a partir de ese momento la música de esta parte del mundo ya no sería la misma.

La singularidad de Arsenio con el caso cubano está dada también por la larga etapa que vivió en Estados Unidos y los aportes que allí hizo a las sonoridades latinas, reconocido por algunos como el padre del movimiento salsero. Sin embargo, queda el regusto amargo de que ni allá ni aquí la profundidad de su legado ha podido ser justipreciado. Enterrado en un cementerio del Bronx neoyorquino, cuentan que su tumba carece de lápida identificatoria. Es de sospechar que cuando mueran los que saben dónde están sus restos, no habrá manera de conocer dónde depositarle una rosa roja como tributo a su memoria.

Peor sucede dentro de su amada isla. Arsenio quedó al margen, no porque él quisiera, sino porque a alguien se le ocurrió fijar como ley que aquellos que se fueron, se murieron. De esos no se habla. Su música tampoco vale. Es "el aria de los años perdidos", diría Heberto Padilla.

Ni estatua ni rincón les anuncian a viajeros y entendidos que estamos en la patria del autor del más triste bolero de la vida en tinieblas escrito por un músico ciego que quiso ver y no pudo: La vida es un sueño. El primer verso lo resume todo. Es lo que diría Arsenio al enterarse de tanta soledad: "Después que uno vive veinte desengaños, qué importa uno más".

La flauta mágica

La relación de Richard Egües con la Isla es a un tiempo igual y diferente. No llega a ser el reverso de la moneda, aunque sus opacidades sufrió en un país cuyo régimen castiga a conveniencia las huellas del ayer.

Richard nunca se fue de Cuba y su longevidad tuvo premio: el Nacional de Música, galardón oficial que otorga el Ministerio de Cultura. Para ello hubiera bastado que soplara la madera de su flauta como la sopló siempre y que fuera el autor de varias piezas del mejor chachachá cubano, especialmente ese cuarteto inolvidable que componen El bodeguero, Sabrosona, El cuini tiene bandera y La muela.

Más de tres décadas militó Richard Egües en la orquesta Aragón. Llegó a dirigirla incluso, entre 1982 y 1984, tras el fallecimiento de Rafael Lay. A ella regresaba siempre, a pesar de incursionar en la música de concierto, interpretando obras de Mozart, y de participar en las descargas y jam sessions de los años cincuenta en La Habana nocturna, al lado de Cachao, Peruchín, Tata Güines, Guillermo Barreto, Generoso Jiménez, el Negro Vivar y el Niño Rivera. Para él, en ese entorno, el compositor Osvaldo Estivil creó la descarga Sorpresa en flauta.

Como Arsenio con su tres, también Richard es referente insoslayable para los flautistas cubanos. A ello se han referido dos de los más destacados actualmente, José Luis Cortés (El Tosco) y Orlando Valle (Maraca), quienes han visto en sus solos e incursiones diversas una capacidad creativa e improvisatoria propia de instrumentistas fundacionales y superdotados.

Miembro de las míticas Estrellas de Areíto de finales de los años setenta, Richard fue ausencia notable, presumiblemente por su estado de salud, en ese peculiar Hall de la Fama a la cubana que fue el Buena Vista Social Club.

De Arsenio y Richard nos quedan sus grabaciones. También nos queda la voluntad de cada cubano honesto de enaltecer la memoria de estos grandes músicos con gestos que derriben muros y cultiven libertades.

© cubaencuentro

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