Opinión

Obama, diagnosis de una pasión

¿Qué atributos justifican la popularidad del candidato, teniendo en cuenta que es un novato en el Senado y su hoja de servicios es inexistente?

La extraordinaria popularidad de Barack Obama —aspirante presidencial y casi seguramente el candidato que resultará nominado por los demócratas para las elecciones generales de este año en Estados Unidos— si bien no ha logrado contagiarme, como en su momento tampoco me contagió la de Fidel Castro (tengo una predisposición genética que me vacuna contra esos aspavientos populares), no deja de sorprenderme.

Muchedumbres enfervorizadas, en las que abundan blancos de clase media y educación superior, acuden a oír y aplaudir al senador afroamericano dondequiera que éste se presenta. Para describir el entusiasmo que provoca en sus partidarios suele recurrirse al adjetivo "delirante". A punto de desbancar a Hillary Clinton (un verdadero icono de la jerarquía demócrata) y con ventaja sobre el veterano senador John McCain en los comicios de noviembre, según algunas encuestas, el respaldo público de Obama bien puede describirse como un "fenómeno" en su sentido clínico o meteorológico.

¿Qué atributos personales en el candidato justifican esa popularidad, teniendo en cuenta que Obama es un novato en el Senado, con una experiencia política limitadísima y una hoja de servicios poco menos que inexistente?

En ánimo de responder esta pregunta podrían apuntarse varios atributos personales: elocuencia (en la tradición de los predicadores negros que, en el caso de Obama, se presenta con un agradable acento de Harvard); dinamismo (que se vincula, a los ojos del espectador, con la energía que debe distinguir a los que toman decisiones y con los movimientos corporales, el body language, que puede relacionarse, aunque con alguna contención, con los de ciertos intérpretes —cantantes, actores— populares); atractivo (en opinión de muchos, mujeres y hombres por igual, el senador es un flaco sexy con una sonrisa cautivadora); relativa juventud (a los 46 años está una generación más cerca de los electores más jóvenes que Hillary Clinton y casi dos de su posible adversario en noviembre, John McCain) y promesa de cambio (lo cual, aunque es lo más impreciso y oscuro de su presentación, resulta también lo más fácil de vender luego de la desastrosa gestión pública de George W. Bush y la presente situación económica que vive el país).

Bendita internet

Todo lo anterior, sin embargo, no bastaría para explicar el fenómeno de Obama en su totalidad. Más allá de los atributos personales señalados, habría que agregar la novedad metodológica de la campaña del senador y su capacidad de mantener su pujanza gracias a una recaudación popular sin paralelo en la historia política del país.

Como primer factor de la novedad habría que nombrar a la internet, gracias a la cual la campaña de Obama ha sido capaz de reclutar un ejército de 700.000 voluntarios que, a su vez, se ha dedicado a promover en la red la plataforma de su candidato y a obtener decenas de miles de contribuciones relativamente modestas que, sumadas, constituyen un monto extraordinario: ¡hace unos días ya sobrepasaba los 200 millones de dólares!

Esta cifra no sólo supera todo lo recaudado por Hillary Clinton y John McCain juntos, sino que constituye el resultado de una nueva estrategia basada en una gigantesca falange de partidarios, verdadero ejército en constante acción política a través del medio de comunicación más accesible de que hoy disponemos: la red ha multiplicado exponencialmente la candidatura de Obama. Aunque los otros candidatos también han recurrido a la internet; en comparación con esta formidable ofensiva cibernética, los empeños de Clinton y McCain en este medio son sólo tentativos, si no ridículos.

Otro factor a considerar ha sido el apoyo que ha encontrado Obama de parte de un grupo de expertos en medios de comunicación y en recaudación de fondos —la mayoría de ellos provenientes de empresas establecidas en el Valle de Silicon, California—. Esta contribución ha sido decisiva para refinar los instrumentos con que se llega al electorado (el outreach, como se dice en inglés) real o potencial, y para la creación, constante dinamización y rendimiento de esta campaña sin precedentes. Algunos comentaristas ya han observado que este ejército de voluntarios se convertiría en una temible palanca en manos del Ejecutivo si Obama saliera electo presidente.

Los datos y las cifras que acabo de resaltar no ayudan a suscitar mi simpatía y mi confianza; más bien me atemorizan, pues le dan a la campaña del senador Obama un sesgo que bien pudiera llamarse "populismo cibernético", una práctica en que se mezcla la política con la publicidad, esta vez mediante la internet, para transmitir como en avalancha una abrumadora sensación de "inevitabilidad". No es menester argüir que hay muchos dentro del electorado norteamericano que tienden a no resistir este alud propagandístico y, en lugar de enfrentarlo, se dejan arrastrar por él con una actitud de resignado fatalismo.

Producto de una reacción

A un amigo —cubano, blanco y conservador, en el sentido más estricto de esta palabra, que no es lo mismo que un radical de derecha— que hace campaña en favor de Obama le pedí que me definiera por escrito las razones de esa adhesión. Su respuesta, en la que uno puede apreciar un intento genuino de sinceridad y precisión, empieza por apuntar las cosas que no ve o no cree en el candidato: "No creo que Obama sea un político 'distinto' ni coincido con muchas de sus ideas ni pienso que su administración sea una panacea. Además, veo el peligro de que un gobierno encabezado por él pueda entrar en conflictos con otras naciones a causa de una real o imaginaria debilidad".

Estas razones, que a mí me bastarían para oponerme incluso a que el nombre de Obama figurase en la boleta electoral, no logran disuadir a mi amigo de su deseo de que gane la nominación y la presidencia. Prima para él el castigo que merecen los republicanos por una administración que juzga catastrófica y una política exterior que le parece "el fruto fétido de la imaginación de un grupo de ex trotskistas (o hijos de ex trotskistas), quienes ahora nos quieren vender la idea de 'la revolución permanente' desde la derecha". Como colofón, mi amigo agrega, sin mayor elaboración, que "un presidente negro será bueno para Estados Unidos".

Conforme a esta opinión, que presumo abunda entre los electores de clase media blancos (el factor racial es un ingrediente nada despreciable entre los afroamericanos), el apoyo a Obama es el producto más bien de una reacción. No son tanto los méritos del candidato cuanto los deméritos del gobierno actual los que mueven a respaldarlo y, en particular —y aquí sí hay un factor ideológico de mayor peso—, el rechazo a la agresiva política de Estados Unidos en la escena internacional, que mi amigo considera un subproducto del trotskismo por vía genética.

El candidato más idóneo…

Si escarbamos un poco más en este rechazo, y yo lo he hecho antes en otros artículos de opinión, tocamos un nervio sensible del pensamiento que en Estados Unidos se llama impropiamente "liberal", un comodín que le sirve de sombrilla a una vasta gama de inconformes (que en determinado momento y circunstancias podría llamarse "izquierda") frente a los estamentos de poder responsables de formular y aplicar la política —y particularmente la política exterior— norteamericana.

Para estos "liberales" nada parece más atroz ni más abominable que el papel imperial de Estados Unidos en el mundo. Negados a aceptar una actuación que tildan de "inmoral", "rapaz", "prepotente", "abusiva" y otra cuerda de adjetivos semejantes, estos individuos, que suelen cultivarse en las primeras universidades del país y que proceden, en muchos casos, del seno mismo del establishment que detestan, aspiran a reducir el águila calva a una paloma doméstica y a que Estados Unidos se convierta en una suerte de Suecia o Canadá, con escasa o nula intervención militar fuera de sus fronteras que, por otra parte, no les importaría mantener abiertas a la inmigración hasta que el país se convirtiera en el patio de todos.

Dados sus antecedentes, trayectoria y discurso, el senador Obama es el candidato más idóneo para realizar el sueño de contraer, si no anular, la hegemonía estadounidense a escala planetaria.

Pese a la aparente circunspección de Obama —que lo lleva a distanciarse públicamente del hombre que ha sido su pastor y guía espiritual durante 20 años—, los que propugnan y trabajan por desmontar el aparato imperial de Estados Unidos (que trasciende con mucho al particular gobierno de George W. Bush) olfatean en el senador por Illinois un cofrade de su extremismo y apuestan por su triunfo con toda la emoción que siempre suscitan las pasiones fundamentales.

Aquí reiteraré un punto de vista que sostengo desde hace tiempo: en política como en religión, el ingrediente puramente emotivo es básico y raigal y ha de ser el móvil —manifiesto u oculto— de cualquier militancia, aunque ésta se revista, como suele hacerlo, de argumentos racionales y moderados.

Partiendo de este punto de vista, el carácter revolucionario de Obama —que exuda radicalismo tercermundista y cosmovisión marginal a pesar de su adquirida contención— es percibido por los que le son ideológicamente afines, al tiempo que se revela en el aspecto más obvio y, paradójicamente, más borroso de su campaña: la palabra change.

Obamismo

La pasión revolucionaria de un importante segmento de la ciudadanía apuesta por la sacudida que ha de producir ese cambio sin saber a derechas (nunca mejor dicho) lo que significa. Las cualidades personales del candidato, que mencionábamos al principio, elocuencia, atractivo, etcétera, que alguien podría englobar en el término "carisma", sirven como meros potenciadores de un movimiento (sísmico) radical. El obamismo se comporta como una sacudida política que, por su propia dinámica, tiende a obnubilar el juicio de los partidarios y a resaltar "razones" artificiales para justificar su causa.

Este movimiento es, por consiguiente, una potenciación, en el terreno político, del cadencioso balanceo de esa iglesia marginal, portavoz de la teología de la liberación negra, de la que Barack Obama ha sido miembro fiel a lo largo de los últimos 20 años. Por mucho que quiera distanciarse ahora de los énfasis más estridentes de su pastor, el reverendo Jeremiah Wright, Obama se ha visto expuesto a esas ideas —las más groseramente antinorteamericanas que sostenga religión alguna en Estados Unidos, con la posible salvedad de La Nación del Islam que preside Louis Farrakhan— durante un período sumamente importante de su vida.

Sostener que no comulga con las ideas que le ha oído predicar a su pastor y consejero espiritual durante 20 años, en el templo donde, según sus palabras, ha acudido fielmente a adorar cada domingo, es una afirmación inadmisible. Nadie puede haber participado activamente de este culto sectario durante tanto tiempo sin identificarse plenamente con él y sin profesar, no importa con cuanta discreción, los absurdos principios que propaga.

Particulares emociones

Finalmente, en lo que como cubanos nos concierne, el fenómeno de Obama —tanto en cuanto pueda repercutir en la situación de nuestro país— ha provocado divisiones entre los nuestros, específicamente entre los que abogamos por el mantenimiento del statu quo en la política norteamericana hacia La Habana y los que, por distintos motivos y con diversos grados de entusiasmo, abogan por un cambio de parte de Washington que, según esa opinión, produciría una apertura que acelere la "transición".

Sin entrar en los pormenores de un tema cuya discusión exigiría, de suyo, un espacio mucho más amplio, aquí también el obamismo incide activamente en nuestras particulares emociones. Todas las pasiones que provoca la situación de Cuba, sobre todo entre los cubanos exiliados, se ven acrecidas por las reacciones a una plataforma política que anuncia un cambio de actitud de parte de Estados Unidos hacia nuestro país; cambio que podría conllevar, en la práctica, el reconocimiento de un régimen que, para muchos exiliados, pervive como una anomalía ilegal.

De esta suerte, las elecciones de Estados Unidos en noviembre (si descartamos la posible y cada vez más remota nominación de Hillary Clinton) será también una consulta sobre la política norteamericana hacia Cuba que enfrentará, inevitablemente, a exiliados que favorecen un entendimiento con la tiranía y a los que, al apostar por cambios más drásticos, preferimos que el Tío Sam siga afirmando la ilegitimidad del castrismo. Espero que, llegado el momento, la moderación se imponga, y el electorado instale en la Casa Blanca al gris y poco carismático John McCain.

© cubaencuentro

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