Crónicas

Nuevas lecturas

El poema 'Tengo', que tan aclamado fuera en su momento, hoy ya no es el himno de la Revolución del 59 y de Girón.

En 1943, cuando yo tenía diez años y faltaban dos para el descubrimiento de la penicilina, un amiguito mío le preguntó a su padre qué cosa quería decir la palabra "gonorrea". El padre hablaba en la acera de su casa con dos comadres, maestra una de ellas y la otra esposa de un comerciante al por mayor.

El niño acababa de atrapar en el aire un suelto que anunciaba un depurativo mágico para curar la gonorrea (aun la de garabatillo de los soldados) en sólo cuatro semanas. "¡Sucio!", exclamó el padre agarrando al niño por el pelo y aplicándole un tapabocas que le aflojó un diente.

Gonorrea era entonces una palabra muy fuerte. Lo seguía siendo todavía no hace tanto, a pesar del liberalismo llegado con la revolución sexual de los años sesenta, que tantas camas enviara a la basura sin que los apiadados carpinteros pudieran hacer nada por salvarlas.

Evitando el estupor que aquella voz solía causar, los médicos acudían a un eufemismo: "blenorragia", el cual, por su empaque científico, le permitía al interlocutor darse por persona culta, entendida. Y a quien no la entendiera, educadamente le aclaraba el doctor, bajando la voz, como revelándole un secreto: "Enfermedad venérea".

Otra palabra gorda de entonces, absolutamente impronunciable en público, era "condón". Para humanizarla, las buenas costumbres inventaron el eufemismo "preservativo", aunque quedando de hecho prohibido mencionarlo o hacer alusión a su existencia delante de las señoras, y menos aún de las muchachas solteras —"las señoritas", como les decían entonces.

En ese sentido se era tan respetuoso, que en las farmacias el cliente esperaba mirando con disimulo en el mostrador-vidriera a que el dependiente se liberara del comprador que estuviera atendiendo. Y si no existía dependiente en la farmacia, entonces le decía a la dependienta que, por favor, tuviera la bondad de llamar al boticario. Y de allá atrás, del fondo de la rebotica donde permanecía machacando granos en el mortero y preparando pócimas, salía el regente y dueño de la farmacia a despachar el humilde condoncito, que en esos tiempos valía cinco centavos.

No traería cara de agravio, por el contrario. Como en los hogares de entonces las señoras parían doce y trece veces, el condón, al carecer de uso doméstico, era el signo de los Casanova. Y él, el boticario, había sido escogido por un cliente a quien a lo mejor veía por primera vez, para confiarle en lo que andaba. De ahí la cara de satisfacción del doctor al poner el condón en la mano del cliente, con el aire de quien promete guardar un secreto.

Hoy, ya ven. En Cuba al menos, cuando no aparecen globos paras las fiestas infantiles, la gente infla condones. Y en los anuncios de la televisión, la radio y la prensa escrita, gonorrea y condón son palabras más utilizadas que paz, amor, amistad, Dios. Esto, en Cuba y en el mundo entero.

No hay cosa, hecho o suceso cuya lectura permanezca estática.

En la literatura

En el terreno literario, por ejemplo, la lectura trascendente que del Quijote ha venido haciendo la crítica en los últimos dos siglos, no es la lectura divertida que hicieran los contemporáneos de Cervantes.

En Cuba, por volver a mi isla, el poema Tengo, de Nicolás Guillén, que tan aclamado fuera en su momento, hoy —y desde hace muchos años ya— no es el himno de la Revolución del 59 y de Girón. Todo lo contrario. Hay en él inaceptables versos, decididamente contrarrevolucionarios.

Ya sabemos que Nicolás era puro, que era íntegro, y que fue antiimperialista de corazón. Pero ignorando que el tiempo pasa, se jactó en ese poema de poder entrar en un hotel y alquilar una pieza sin que nadie se lo impidiera. El tiempo al pasar demostró que al menos en cuestiones de hotelería las cosas habían vuelto a ser como antes. En el pasado no le alquilaban a Nicolás en el hotel por negro, y ahora por no ser turista o no ser cubano emigrado.

"Emigrado", he ahí una palabra que en su lectura anterior fue "traidor", cubano que abandonó el país —a veces bajo una lluvia de huevos podridos e insultos.

También El siglo de las luces está teniendo una nueva lectura. Según los lectores pagados por Washington que se ocupan de estas relecturas, cabe suponer un Alejo Carpentier que viajó al porvenir hace medio siglo o poseyó una misteriosa bola de cristal que le permitió conocer el futuro de la revolución en la que él mismo sería protagonista y legatario de alcurnia.

En esa obra maestra de la literatura universal que le llevó años, Carpentier narra el fracaso de la revolución francesa, visto desde las colonias de América. El antiguo joven idealista Victor Hugues ha terminado convirtiéndose en un tirano tan temible que por retener el poder sería capaz de guillotinar hasta a los muertos.

Tampoco la revolución francesa, por su parte, a la vez que allá en París continúa haciendo rodar la cabeza de sus fieles de ayer, dejará en pie ni uno de los grandes decretos que habían hecho de ella el sueño de todos los hombres. Cuantos en ella pusieron un día su corazón, sucumbirán a manos de ella por lejos de París que estén, como sería el destino de los ya por entonces decepcionados cubanos Esteban y Sofía.

Nunca faltarán lecturas nuevas. Cuando no las haga el enemigo, las impondrán la ciencia y el desprejuicio: tal como lentos, pero implacables, hicieron con la gonorrea y el vergonzante condón de mi infancia.

© cubaencuentro

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