Béisbol

La pelota en su terreno

Cuba alcanzó en 2006 el segundo lugar en el Clásico Mundial, pero archivó un rosario de derrotas internacionales.

A principios de año, varias personas creyeron que lo peor que podía suceder a la pelota cubana era que la representación de la Isla realizara un papel aceptable en el I Clásico Mundial, a punto de celebrarse. Según el criterio esbozado, ese hecho —por entonces improbable para casi todos— obnubilaría de euforia la capacidad de aficionados y responsables para apreciar y valorar las deficiencias, carencias y lagunas que sufre hoy el pasatiempo nacional.

Finalmente, ante el asombro de los más optimistas y fanáticos, la profecía se cumplió y sucedieron las dos cosas: Cuba obtuvo un inesperado segundo lugar y con las glorias se dejó a un lado los análisis y valoraciones sobre el estado actual y las perspectivas inmediatas de este deporte, que por más de un siglo ha sido entretenimiento y pasión para varias generaciones de cubanos.

El Clásico

Entre los días 4 y 20 del pasado mes de marzo, los amantes de este deporte emocionante y complejo pudimos cumplir finalmente el acariciado anhelo de ver a muchos de los mejores exponentes de la disciplina representar a sus países por primera vez en un evento de altísimo nivel competitivo.

El Clásico Mundial permitió al béisbol exponer en un torneo internacional la maestría y calidad competitiva que en los más encumbrados circuitos profesionales —de Estados Unidos, Asia y el Caribe fundamentalmente— hacen las delicias de los cientos de millones de seguidores de este deporte. Hasta ese momento, circunstancias organizativas y de intereses mantenían desfasado el béisbol del concierto deportivo mundial, al impedir que los mejores jugadores participaran en los eventos oficiales convocados por la Federación Internacional.

El Clásico se presentó además como el momento y el escenario idóneo para que el béisbol de la Isla —consuetudinario ganador en la mayoría de los torneos oficiales de la Federación Internacional de Béisbol (IBAF) y separado, por imposición política, de esas ligas profesionales— pudiera medirse con algunas de las más reconocidas estrellas mundiales, integradas en poderosas selecciones.

El acceso de una representación de la Isla al encumbrado certamen, trajo un cambio radical en el tradicional lenguaje triunfalista de los directivos y periodistas especializados. La acostumbrada vanidad fue matizada por comentarios y previsiones mucho más cautelosos, lo cual indicaba una clara conciencia de la dimensión del reto que se debía enfrentar.

Por otra parte, la coyuntura hizo posible que por primera vez se hablara abierta y extensamente en los medios informativos nacionales del béisbol profesional norteamericano, hasta entonces un tema tabú para las autoridades y voceros de la Isla.

En el Clásico, los peloteros cubanos —confinados en los hoteles que sirvieron de Villa a la competencia— entregaron alma y corazón en cada jugada para obtener un inesperado, meritorio e inmerecido segundo lugar.

El resultado estuvo condicionado por la insuficiente motivación de las estrellas profesionales, acostumbradas a moverse por resortes e intereses contractuales, así como la diferencia de forma deportiva, que era óptima para los atletas cubanos y deficiente para los big leagers, que recién salían del relajamiento vacacional. Llama la atención que los tres países miembros de la élite que asistieron al evento con menos jugadores de las Ligas Mayores —Japón, Cuba y Corea del Sur—, fueron los de mejor actuación en la liza.

El desempeño de la selección cubana se vio además favorecido por el sistema y reglamento de competencia, varias coyunturas fortuitas de juego y algunas decisiones estratégicas de los técnicos contrarios, que coadyuvaron al avance del plantel nacional hasta la discusión del primer lugar.

El I Clásico Mundial sirvió para demostrar a los atletas, dirigentes y aficionados cubanos que el talento atlético, las grandes ganancias que genera, la caballerosidad deportiva y el orgullo de representar al país de origen —sin condicionamientos ni manipulaciones—, no son excluyentes ni incompatibles. En aquellos días de buen béisbol, cuando las luminarias de Grandes Ligas —hasta ahora negadas por la propaganda oficial— demostraron en sus declaraciones de prensa su admiración y respeto por los peloteros de la mayor de las Antillas, los cubanos vimos que se puede ser estrella profesional, millonario, patriota y, además, una persona sencilla y afable.

Sin embargo, a todas luces, el evento no motivó que las autoridades deportivas unieran reflexión y euforia para buscar el avance y fortalecimiento del béisbol cubano, de cara a nuevos y superiores retos.

El despertar

Embriagados por un éxito inesperado e incapaces de valorar las señales y lecciones técnicas que dejó el Clásico —poca profundidad del pitcheo, insuficientes recursos ante la inteligencia de los lanzadores rivales, lentitud de los corredores—, la selección de Cuba enfrentó los demás compromisos del año, presumiblemente más fáciles. Salvo los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Cartagena de Indias, de evidente baja calidad, vio su actuación bastante comprometida en los demás, al punto de vivir el peor año del béisbol de la Isla en la arena internacional desde el aciago 1982, cuando la selección perdió los Juegos Centroamericanos y del Caribe de La Habana y se abstuvo de participar en el Campeonato Mundial de Seúl, en Corea del Sur.

Representaciones cubanas no pudieron llegar al título en el Campeonato Mundial Femenino (algo inexplicable, puesto que no hay tradición en esta modalidad), ni en el torneo de Harlem, Holanda, en el cual un segundo equipo de la Isla no pudo con la oposición del país anfitrión, ni en los mundiales infantiles (9-10 años) y de cadetes (15-16 años).

A lo dicho hay que agregar las sonadas derrotas en tres torneos principales en calidad de anfitriones. Primero fue el Campeonato Mundial Universitario, en el cual una selección de peloteros consagrados enfrentó a equipos conformados por jóvenes universitarios de varios países y no pasó del tercer lugar, incluida la derrota frente a la representación de Bahamas.

Pocos días después, fue el Torneo Preolímpico de las Américas, cuya sui géneris modalidad organizativa —que no ofrecía peligros para las aspiraciones cubanas— no pudo evitar la contundente derrota frente al equipo norteamericano en el juego final, cuando se había conseguido el objetivo de la clasificación olímpica.

Por último, las provincias centrales del país fueron sede de un hecho inédito: un equipo cubano quedaba por debajo del cuarto lugar en un evento de primer nivel. La representación de la mayor de las Antillas sólo pudo anclar en el sexto lugar del Campeonato Mundial Juvenil.

¿La victoria?

Finalmente, para concluir la temporada, el equipo Cuba ganó la Copa Intercontinental (9-19 noviembre), en Taipei de China. Para vencer, necesitaron enfrentar el único certamen en la historia en que un representativo europeo discutió el primer lugar (un torneo sin representación del continente americano —donde se concentra la fuerza de este deporte—, aparte de la suya).

Se trató de una representación asiática, con fuerza muy disminuida al no contar con atletas de mayor calidad y renombre (léase una selección de la Liga Empresarial Amateur de Japón), que fue incapaz de anotar una sola carrera en los dos juegos de la etapa final y, sin embargo, venció al elenco cubano en un juego amistoso y en otro del calendario regular.

Para ganar la Copa, en el desafío final, el equipo cubano necesitó 11 entradas, cinco errores de los jugadores holandeses, cinco lanzadores contrarios, y la decisión del director técnico adversario de retirar del juego a los dos lanzadores que habían logrado maniatar fácilmente a la ofensiva antillana.

No obstante, la angustiosa victoria puede servir de consuelo a dirigentes y aficionados sobrecogidos ante un cúmulo de derrotas nunca antes vistas ni soñadas en el panorama beisbolero nacional.

Balance y perspectivas

Este año más que gris para el béisbol cubano y de pésimos augurios para la hegemonía internacional a que está acostumbrado, es resultado del poco espíritu crítico que predomina en las autoridades de la Isla, las cuales sobrestimaron en los últimos años las victorias logradas ante rivales inferiores y despreciaron las señales de debilidad que reportaron varias victorias angustiosas, las derrotas ante equipos profesionales japoneses y mexicanos, o la pérdida del título olímpico en Sydney 2000.

Directivos y fanáticos continúan cantando loas a esa supuesta superioridad, sin reconocer que el equipo de los Orioles de Baltimore asumió en 1999 sus enfrentamientos con la selección cubana sin sus principales figuras, que casi ningún bateador salido de la Isla en los últimos años ha dado la talla en las Ligas Mayores del béisbol norteamericano, y que Omar Linares, quien fue por mucho el mejor bateador de las Series Nacionales en los años ochenta y noventa, no pudo hacer justicia al béisbol de la Isla durante su permanencia de tres temporadas en la pelota élite de Japón.

Al concluir el Clásico de marzo, volvió a pasarse el cerrojo informativo sobre las Grandes Ligas y la pelota profesional en general. Parece que el gobierno persiste en imponer al deporte nacional esa especie de síndrome de la Muralla China, conformándose con victorias huecas en torneos de poca monta.

Está por ver si decide conectar con la realidad y reconocer que, como todo en el mundo, la pelota también cambió y para ocupar el lugar que corresponde a la tradición, potencialidad y preferencias de que goza este deporte en Cuba, debe renunciar al politizado monopolio que mantiene sobre la práctica y la difusión.

Si Cuba no se abre a los nuevos horizontes y escenarios, las glorias del béisbol nacional serán cosa del pasado. Está por ver si el gobierno demuestra la valentía política y la consecuencia ética de liberar el deporte nacional de las trabas que lo retrasan, o si se conformará con esperar a ejercer una falsa superioridad en eventos sin calidad. De cualquier manera, después de esta temporada difícil ya no quedarán muchos incautos desinformados que sigan creyendo en una supremacía sin fundamento real.

Finalmente, se ha dado la voz —esta vez en serio— de jugar al duro, según el lenguaje beisbolero de las calles. Ante este reto, los que mandan tienen la responsabilidad de decidir y la "pelota en su terreno".

© cubaencuentro

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