Monk, Música, Jazz

Estribillos hallados en un sombrero de Thelonious Monk

En la habitación donde pasó los últimos años de su vida, Thelonious Monk estaba todo el día tendido, sin hacer otra cosa que mirar el techo, ver la televisión y reflexionar a veces

Cada mañana se vestía cuidadosamente, como si fuera a salir para una cita importante, pero el compositor y pianista Thelonious Monk no iba a parte alguna. Habitaba una casa en Nueva Jersey, que había pertenecido al director de cine Joseph von Sternberg, y era ahora de la baronesa Pannonica de Koenigswarter, que desde hacía años dedicaba su tiempo y fortuna a proteger a músicos de jazz y 60 gatos.

Desde 1976 la baronesa tenía como huésped a Monk, quien pasaba todo el tiempo sin tocar el piano, sin hacer nada: solo levantarse cada mañana y vestirse y volver a tenderse en la cama recién hecha, para mirar al techo y volver los ojos hacia la ventana en la que se perfilaba la ciudad donde había crecido y triunfado y a la que no iba a volver nunca.

Estos son algunos de los soliloquios de Monk, en aquellos años apagados y tristes. Entregado al silencio, agobiado por la enfermedad y el saber que quizá era el más grande artista de jazz, y que continuaría siéndolo por toda la eternidad.[1]

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Ensimismado, mirando el perfil mordaz de Manhattan y la fluidez del río Hudson, se montaron en mi cabeza las armonías de “Bye – Ya” y “Misterioso”.

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Miles Davis y yo nunca congeniamos: él intentaba con sus silbos musitar sobre mis conformes; yo quería mecer mi zozobra en los amarraderos de un blues perpetuo.

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Nunca hice el amor con la baronesa Pannonica: olía a orine de gato.

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Me levantaba temprano y me ponía mi mejor traje, mis zapatos de dos números de más, mis calcetines de lana y mi corbata combinada: me tiraba de nuevo en la cama a mirar el techo o a la televisión en mi programa favorito, El precio justo.

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Cuando la baronesa me albergó en su casa dejé de tocar el piano; escuchaba a Barry Harris ensayando los temas que en la noche ejecutaba con el saxofonista Yusef Lateef. No me gustaba, se parecía demasiado a Bud Powell.

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Vivo en la residencia de la baronesa Pannonica de Koenigswarter. En un departamento contiguo reside el pianista Barry Harris. Dejo la puerta entreabierta: Harris se asoma, me imagina muerto. Estoy de traje negro y corbata roja. La cama es un ataúd. Harris se está aprendiendo “Straight no Chaser”: cierro los ojos y me quedo inmóvil: tres gatos de Pannonica orinan mis zapatos.

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Todo lo que sé de música lo aprendí con la predicadora vagabunda a quien acompañé en mi adolescencia tocando el piano durante más de dos años.

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Nadie entiende mis ondulaciones sonoras, las cuales hago que convivan en fluctuantes espacios de silencio. De momento, con unas cuatro o cinco notas edifico un motivo melódico de cierta elegancia que relleno con disonancias superpuestas. Siento en mi cabeza un merodeo insistente. Me voy al vacío.

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No soy estridente como dicen algunos. Solo intento configurar un ritual, un trance cenagoso, sonámbulo. Algo llueve dentro de mí: así compuse “Criss Cross”.

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Más de una vez lloré sobre las teclas del piano del Minton’s Playhouse en Harlem. Nadie se dio cuenta entre la bruma del humo del tabaco.

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Bird y Dizzy precipitan demasiado las notas. Hay una exageración del virtuosismo que ambos poseen. Yo prefiero refugiarme en la frugalidad contemplativa, me valgo de un mínimo de notas que someto a un proceso de reiteración extraviada: escuchen con calma “Evidence”.

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No toqué otra cosa en mi vida que no fuera un blues. Sí, un blues lánguido con hilvanes de Spiritual negro. En el fondo ejecuto himnos que aprendí de memoria en las iglesias de mi infancia. ¿Por qué no prestan atención a “Blue Monk”?

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Para mis hijos, Toot y Bo Bo, escribí breves baladas embarradas de ternura. En realidad son canciones de cuna. Acuarelas sonoras. Fragmentos que le robé a la llovizna: minuciosas frondas melódicas. Por ahí se afincan los conceptos de “Off Minor” y “Reflections”.

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Giro sobre mí mismo. Doy vueltas mientras escucho en la elipsis de los balbuceos de mi cabeza una euritmia antigua, un trote de arpegios, una ristra de notas en la calina. En uno de esos volteos dibujé la sincopas de “Bright Mississippi”.

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La única razón de “Round Midnight” es el desabrigo nocturno que padezco. Cootie Williams le impuso cierto lirismo innegable. La he interpretado muchas veces. La versión que más me complace es la del álbum Mulligan Meets Monk. Miles Davis también la adaptó para su placa Round About Midnight, pero nunca me agradó del todo lo que hizo.

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La vida es un afán dudoso. Quizás, por eso las desolaciones temblorosas en mis composiciones.

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El domingo me acorrala: le robo dos o tres acordes al piano: confirmo la belleza atrapada en el tedio de toda esta soledad en la casa de la baronesa. Uno de sus gatos orina mi sombrero turco.

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Benditos los que no necesitan del silencio.

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Benditos los que nada esperan, los que nunca se atreven a profanar la luz. Benditos, la gracia de Dios unta sus gestos.

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(A lo mejor todo eso que hice no es más que un Monk-tuno.)


© cubaencuentro

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