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Actualizado: 01/07/2024 13:46

Artes Plásticas

«Soy un idólatra que desconfía de las imágenes»

Un iconoclasta en Manhattan: Entrevista al pintor Geandy PavónVer galería

Geandy Pavón (Las Tunas, 1974) no es un pintor postmoderno, o sólo lo es de ese modo profundo con que se asume una fatalidad. Si Pavón fuera lo suficientemente ingenuo, creería en la belleza, la verdad y lo sagrado, con la confianza con que alguien se lo podría permitir hace quinientos años.

Como los románticos, Geandy Pavón es un nostálgico, en el doble sentido que esto implica: de aceptación de la pérdida y también de resistencia. De ahí que la pintura de Pavón nos hable de una inocencia perdida y de nostalgia por una época de la pintura que ha adquirido un carácter mítico. La nostalgia de Pavón, sin embargo, carece de melancolía. Es una nostalgia agresiva, casi rencorosa.

Su centro obsesivo es el mundo pictórico de los grandes maestros, sin que por ello remita a cuadros o pintores concretos. Como si su padre hubiera sido un curador del Museo del Prado y él mismo hubiese pasado los mejores momentos de su infancia en los almacenes del museo. Con esa familiaridad pinta, o como un estudiante de arte que tiene que conformarse toda su carrera con ver reproducciones en un manoseado libro de un lejano museo e imaginarse el resto. Con esa avidez.

Ahora, en un momento especial de su evolución creativa, tiene la oportunidad de compartir los últimos hallazgos de esa ansiedad en Milk, amplia y prestigiosa galería situada en el corazón del arte contemporáneo, el barrio de Chelsea en Nueva York, con una exposición personal, Idolatría: la estética del iconoclasta, que se inaugura este jueves 21 de junio. Para abundar sobre la obra del artista y, dentro de ésta, el peso que tiene la serie recogida en esta exposición, decidí someterlo al siguiente cuestionario.

Las piezas de esta exposición carecen de esa violencia que impregnaba series anteriores. También se podría decir que poseen una violencia distinta, sutil, dirigida resueltamente contra el espectador. Combina imágenes de factura exquisita con veladuras, pliegues, manchas y roturas de los lienzos, interrumpiendo el disfrute de lo que sería una pintura simplemente bella, para dejar la sensación de que algo importante queda fuera de su alcance. ¿A qué atribuye esta redirección de esa violencia, ese cambio? ¿Qué sentido tiene crear esa inquietud? ¿Qué ha significado llegar a ese punto?

Es cierto, en anteriores obras las representaciones (imágenes de violencia, como bien tú dices) estaban en la obra y eran proyectadas al espectador justamente desde el propio cuadro. En esta nueva serie, sin embargo, el cuadro se representa a sí mismo como algo que no se da del todo, este representar a medias. Y claro, esta fragmentación de la representación es violenta en sí y ejerce esa violencia sobre el ojo (o la sensibilidad) del espectador, que sólo puede alcanzar a apreciar parte de éste.

Soy un creador de iconos que sospecha de la imagen, porque la miro desde su acepción más degradante, partiendo de la idea básica que alguna gente tiende a desconocer, de que la imagen es la apariencia de la cosa y no la cosa en sí. Trato de decepcionar al espectador con el objetivo de acercarlo al mudo simulacro de la imagen. Creo que la forma más efectiva de trabajar con las imágenes es exponer justamente su ineficacia, descubrir su artificio. Este descubrimiento como artista ha significado dejar de ser un mero ilustrador, un narrador de sucesos a través de aquello que en su esencia es puro simulacro (la imagen).

Su referencia constante es la pintura o, para ser más exactos, la pintura europea que va de la alta Edad Media al barroco. ¿Cómo se explica esa obsesión? ¿Qué función cumple dentro de su obra?

Es obsesión en el sentido de que me interesa muchísimo ese período de la historia del arte, pero a la vez trato de hacer uso de esa pasión de una manera racional. Lo que en principio es una pasión o un gusto desmedido por ciertas formas y hallazgos del barroco, cuando entran a formar parte de la obra, los utilizo como instrumentos para explorar ciertos problemas con su condición como imágenes, más que simples referencias, y a la vez, los someto a cierta racionalización.

Mi intención no es crear una imaginería propia o nueva, recurro más bien a tópicos de la historia del arte occidental, sobre todo aquellos que son más frecuentes en la pintura barroca holandesa y española. El uso de estos arquetipos es necesario porque mi obra necesita de formas reconocibles que evoquen una memoria con la cual reconstruir lo que ha sido velado o fragmentado. Es vital para este trabajo que quien lo vea reconozca, aunque sólo sea en un fragmento, cómo debió ser la imagen que mira.

Esto está reajustado por un gesto contemporáneo, una cierta distancia de la mirada. ¿Siente la tentación de ubicar su pintura en algún nicho de la pintura contemporánea? ¿Cuál sería ese nicho y cuál su sentido?

Siempre digo que me hubiese conformado con ser un pintor mediocre del siglo XVII, pero no me queda más remedio que ser un pintor contemporáneo y, además, asumirlo. Y parte del proceso de asumir esa condición ha sido descubrir que la estética que me seduce no solamente es historia, sino que es una historia muy bien contada. En ella se funda mi formación académica como pintor y mi manera de entender el arte en general.

Quizás pudiera conformarme con pintar bodegones el resto de mi vida, pero también soy heredero de otra tradición, la moderna, que hace que esa decisión sea no del todo cómoda. Mi solución ha sido construir la imagen al modo clásico, ese que ha sido sacralizado desde la historia del arte para entonces perturbarlo, velarlo o romperlo. Lo que trato de hacer es no poner bigotes a la Gioconda, sino pintar la Gioconda y los bigotes.

En cuanto al nicho que podría ocupar en la pintura contemporánea, verdaderamente no sabría dónde ubicarlo o ni siquiera si me correspondería alguno; pero puesto a especular, creo que estaría en la unión de estas dos tradiciones de las que hablaba y en el resultado de esa combinación, la de un iconoclasta creador de iconos.

Esta exposición lleva un título paradójico y oscuramente provocador: Idolatría: la estética del iconoclasta. ¿En qué medida cree que el título justifica la exposición o viceversa? ¿Considera que usted o su obra son iconoclastas?

Me considero tanto idólatra como iconoclasta. Soy, en otras palabras, un idólatra que desconfía de las imágenes. Soy un pintor en el sentido más estricto y tradicional; mi trabajo depende absolutamente del uso de imágenes; pero creo que un artista plástico obsesionado por la plenitud de las imágenes, deslumbrado por estas, dejaría de pintar.

Por otra parte, si prescindiera de éstas, si no tuviera pasión por las imágenes, también dejaría de pintar. Es una paradoja que ilustra la tensión heredada por mí como creador contemporáneo. Aunque debo reconocer que para ser alguien que desconfía de la imagen, tengo un gran defecto; no sé jugar ajedrez. Es decir, la opción última de Marcel Duchamp como artista no funciona para mí.

Ha conseguido entrar en un espacio —Chelsea, que es el corazón del mundo de las galerías de arte en Nueva York, y de paso, a las revistas Art Nexus y Art in America— reservado a figuras consagradas. ¿Cómo imagina que es visto en ese contexto, si consideramos que es cubano, latinoamericano, con una obra diferente a todo lo que se hace en estos tiempos?

Aunque debo reconocer que es un gran paso en mi carrera, si bien no representa ni una consagración ni una garantía, sí es la posibilidad de actuar en un escenario muy concurrido y prestigioso. Cómo será percibida mi obra en este contexto es un misterio para mí. Lo cierto es que este trabajo, como los anteriores, escapa un poco a la idea tradicional que muchas veces se tiene de lo latinoamericano y, en este caso particular, de un artista cubano.

Digo esto porque aunque a primera vista mi trabajo se desliga de esta tradición, está conectado con la misma a partir de una reflexión crítica y recuperación del barroco. En este sentido me siento heredero de tres grandes escritores cubanos: Severo Sarduy, Carpentier y Lezama Lima. Estos tres escritores, como yo desde las artes plásticas, intentan definir la modernidad desde lo barroco.

La modernidad del barroco consiste en la inscripción de la muerte en la obra misma. Las naturalezas muertas no son más que una colección de objetos marcados por la muerte. La obra barroca es, como dijo Walter Benjamin, un memento mori, un intento de salvar el recuerdo de la destrucción, de rendirle homenaje. Esta modernidad yo la descubrí en los bodegones barrocos españoles.

Te cito un ejemplo. Me interesa muchísimo la obra de Sánchez Cotán. En mi opinión, Sánchez Cotán es el primer pintor conceptual. Sus naturalezas muertas siempre nos muestran una serie de objetos cotidianos (un nabo, unos limones, etcétera) semiputrefactos en el marco de una ventana, (¿de un cuadro?), que cuelgan de unos hilitos, como suspendidos en el aire. Además, el fondo del cuadro es siempre negro. Estos objetos cotidianos han sido arrancados de su contexto, han quedado como suspendidos en un limbo.

Los cuadros de Sánchez Cotán redefinen al objeto, que ha perdido su uso y sentido cotidiano, en su estado de imagen. En este desafío que la imagen le lanza al uso y al sentido de los objetos tradicionales es donde yo descubro el carácter conceptual de mi arte. Pero es un conceptualismo que he descubierto en mi propia tradición: en el barroco español y latinoamericano.

Y para volver al principio de tu pregunta, esta mezcla de artista conceptual y artista hispano-barroco quizás sea la mejor fórmula para conseguir entrar a esos centros de privilegio que tú mencionas.

© cubaencuentro

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