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Actualizado: 01/07/2024 13:46

Crónicas

Un título que colgar

Hoy están de vuelta los generales y los doctores, aunque sin el dril 100 de los años de República.

Una mañana de principios de 1962, al llegar sobre las diez a la Unión de Escritores y Artista de Cuba, fui testigo de un curioso momento de amargura del poeta Roberto Fernández Retamar, secretario coordinador de aquella institución desde su fundación en agosto del año anterior.

Por lo que me contó mientras con el brazo echado sobre el hombro me acompañaba a tomar café, todas las mañanas al bajar a merendar en la cafetería interior de la UNEAC tenía la desdicha de encontrarse al pie de la escalera, ya situado en posición gentil para repetir su saludo diario, a cierto poeta medianamente conocido en los años anteriores, cuya obra carente de valores estéticos no le permitiría engrosar las filas de la nueva institución. El saludo del hombre consistía en tres palabras, tres solamente: "Buenos días, doctor". Dicho esto, desaparecería hasta el día siguiente.

Mortificado con aquel poeta de segunda que, sin embargo, había ideado una ingeniosa manera de insultarlo casi, ahí en su propia cara, me decía Roberto: "Yo soy un poeta y él lo sabe. Lo de doctor es para mis alumnos en la Universidad".

Se explica doblemente la indignación de Roberto. Como no es un secreto, cualquiera que se lo proponga y tenga la oportunidad de ir a la universidad puede ser doctor, en cambio al poeta y sus compañeros de camino, los demás artistas, los hacen en otra parte.

En segundo lugar, vivíamos aquellos estruendosos años de tambores y banderas verdaderos en que de la noche a la mañana, por primera vez en su historia, el pueblo cubano había pasado de objeto a ser sujeto. En un hermoso poema titulado Con las mismas manos, el propio Retamar confesaría poco después la vergüenza que sintiera cuando haciendo trabajo voluntario en la construcción de una escuela, con las que pensó que serían ropas de trabajo, los harapientos trabajadores de la obra le dijeron señor.

El sueño de una sociedad sin clases

Los doctores habían quedado en el pasado. Surgieron a principios de siglo como parte de la respetabilidad con que se disfrazaron los políticos en su afán por emparejarse en la lucha por el poder con los fundadores de la República que todavía traían el machete de la manigua en las manos y el caballo entre las piernas. En el siglo anterior, desde Varela hasta el Martí de Dos Ríos, ningún intelectual cubano usó el título de doctor. Y en la República, al menos los creadores serios, tampoco. Nadie oyó nunca hablar del doctor Lezama, del doctor Eliseo Diego, del doctor Virgilio Piñera, y así. Risa daría pensar en oír hablar del doctor Caturla o el doctor Roldán.

Tampoco existían en esos años posteriores al 59 los generales. Inclusive se había dado el caso insólito de un general de la guerra civil española ascendido en Cuba a comandante, que era el grado máximo en el Ejército Rebelde. El Ministerio de Educación, en cambio, no fue tan riguroso. Si bien no anuló los títulos de doctor expedidos en el pasado, en lo adelante sólo graduaría licenciados, o sus equivalentes. Sólo un doctor con cabeza quedó: el médico.

Medida inteligente que le permitió al futuro universitario disimular su origen social. Pues a partir del triunfo revolucionario, confesarse titulado en la universidad era pregonar que se pertenecía a la depuesta burguesía, que no se tenía una procedencia obrera, netamente proletaria, y, por consiguiente, que debía el sujeto en cuestión ser observado con desconfianza.

Inclusive quienes habían estado en la Sierra o luchado en la clandestinidad y eran doctores, cuidadosos descolgaron de la pared el título. Más aún, hasta existió el complejo de no ser negro o de no tener un primo de la raza sufrida para exhibirse con él. Era natural. Con la llegada del socialismo, vivía la nación cubana inmersa en el trascendente sueño de construir una sociedad sin clases, una sociedad de iguales dirigida por su vanguardia la clase obrera, sueño del que saldría reluciente como una medalla el hombre nuevo.

Tesis bajo el sobaco

Entonces pasó el tiempo y pasó un águila por el mar. Hoy están de vuelta los generales y también los doctores, aunque sin el dril 100 de los años de la anterior República. Temprano, con la caída del Muro de Berlín, títulos descolgados volvieron a la pared, y en las universidades comenzó un inusitado corre corre de figuras que llegan con espesas tesis bajo el sobaco a cambiar su título de licenciado por el más sonoro y definitivo de doctor, entre ellos, increíblemente, autores famosos que siguiendo la tradición iniciada por Varela, se habían abstenido de buscar oropeles académicos para acompañarse.

Esto quiere decir que en el fondo del viejo proyecto social, algo ha empezado a cambiar, me decía una de esas gentes que en vez de superarse leyendo en Granma las felices noticias del porvenir, escuchan Radio Martí. No le contesté. Aunque es evidente que aquel poeta de segunda que ideó la más extraña venganza de que yo haya tenido noticias, no podría ya herir al poeta Roberto Fernández Retamar llamándole doctor. Hoy el oído nacional está preparado para esas cosas. Y acaso lo demanda. Hasta eminentes músicos salseros suelen ya anteponer a su nombre, como quien exhibe un marquesado muy antiguo que se tenían guardado, el título de doctor. Y además, completar su nueva imagen exhibiendo en el pecho un crucifijo.

© cubaencuentro

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