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Crónicas

Entretelones

Mientras Guillén baja al fondo del olvido y la Loynaz y Carilda brillan en el cielo, Fina García Marruz permanece relegada para la cultura nacional.

En el año 2002 se cumplió el centenario de Nicolás Guillén. No fue un acontecimiento pero tampoco pasó desapercibido. El Poeta Nacional tuvo sus honores, aunque con cierta economía. De haberlo visto, él, siempre tan estricto en cuestiones de jerarquía, al minuto le habría dirigido al Buró Político del Partido una encendida carta de protesta enviada a mano. E impaciente, bolígrafo y reloj en mano, se habría dedicado a esperar la llegada del centenario de Dulce María Loynaz.

Y cuando al fin esto ocurrió, visto el caso y comprobadas sus sospechas, Nicolás no sólo se habría dirigido de nuevo al Partido sin pérdida de un segundo sino que acompañando su queja por la nueva gran injuria recibida, habría enviado, devuelto con carácter irrevocable, su carné de militante del Partido.

Es más, hasta puede imaginársele en esa carta exigiendo ser relevado inmediatamente en su función de Poeta Nacional, y a renglón seguido, haciendo uso de su demoledora ironía, puesta de manifiesto en sus temibles epigramas, sugerir como sustituto en el cargo que dejaba vacante al romántico del siglo XIX José María Heredia, quien además de méritos literarios no exentos de interés, tiene el don de ser santiaguero. Así, textual.

Y no le faltaría razón a Nicolás para su cólera. De hecho, el centenario de Dulce María no ha terminado aún. Si entonces se habló y escribió de ella durante todo el año, después no ha dejado de hablarse ni escribirse. Todos los días aparece algo nuevo. Se publican y se leen sus libros. Es estudiada con la veneración que hasta ahora sólo habían alcanzado Martí, Lezama y Virgilio Piñera. Incluso ha empezado a surgir una especie de mística de Dulce María. Su en otro tiempo opulenta casa ha sido restaurada y convertida en templo de la cultura donde no hay día de la semana que pase sin una o varias actividades.

En cambio, a Nicolás nadie lo lee. Nadie lo estudia. Ha dejado de interesar. Los jóvenes, que son quienes determinan quién sí y quién no, lo han puesto a un lado. Cuando por casualidad aparece en una revista una nota o un ensayo sobre su obra, la firma alguien del pasado que no ha podido impedir que se note la prisa de lo que ha sido escrito por compromiso.

Tal vez, como ocurrió con Góngora, aparezcan quienes un día lo rescaten. Pero por ahora parece destinado a permanecer castigado de cara para la pared, puro pasto de polillas.

Lo curioso en el caso de la recién canonizada Dulce María Loynaz es que esta nueva deidad ha convertido en adoradores incluso a quienes —hasta poco antes de que le fuera otorgado el Premio Cervantes— la ignoraron al extremo de no haberla leído.

Ello explica el silencio que se le diera por sepultura durante veinticinco años. Pues no es concebible haber conocido su extenso poema Últimos días de una casa, aparecido en 1958, y no haber corrido a conocerla, a solicitar junto a su verja la caridad de que se le permitiese mirar de cerca a quien con tanta anticipación había testimoniado el futuro de su clase.

En mi concepto, ese texto, tal vez lo mejor de la nueva poesía coloquial que allí se anunciaba, es Lo que el viento se llevó cubano. Así lo dije una mañana de 1994 en la Universidad Complutense en un trabajo (que he perdido) en el que me ocupaba de ella, de Tallet y de Gastón Baquero, y lo repito ahora. Sin embargo, en mi generación, que yo recuerde, sólo Armando Álvarez Bravo y Manuel Díaz Martínez frecuentaron su casa.

Una venganza por carambola

Canonización igualmente sorpresiva, aunque en menor escala, es la que está conociendo la también antigua difunta y posteriormente nombrada miembro de la Academia de la Lengua, Carilda Oliver Labra. Ambas, la matancera Carilda y Dulce María, lo merecen.

Sin embargo, llama la atención que mientras Nicolás baja al fondo del olvido y Dulce María y Carilda brillan en el cielo junto a la Osa Mayor, Fina García Marruz, una de las voces más puras de la poesía de lengua española del siglo XX y de todos los tiempos, no tenga quien se ocupe de ella a fondo, con libros de peso, fuera del enjundioso y bien documentado Jorge Luis Arcos, que ha sido su paladín, asistido ocasionalmente por Emilio de Armas, Enrique Saíz y Rafael Almanza.

¿Por qué ese desamparo, ese olvido? Piensa el incisivo poeta, narrador y ensayista Antonio José Ponte que porque Fina García Marruz es "la peligrosa". Dulce María ya tiene su Cervantes y está muerta. Y aunque por fortuna la vida no ha dejado de ser todavía una cajita de sorpresas que a veces asusta, ni aun quienes ayer veían en Carilda la materialización del peor provincianismo y hoy llegan presurosos a su casa con incienso y mirra siguiendo una estrella, ni aun esos sorpresivos conversos la ven pintar como un posible Premio Cervantes.

Yendo más lejos que Ponte, otros jóvenes autores adivinan detrás del sostenido olvido que a Fina le ha sido deparado, una venganza por carambola que vendría a ser parte esencial de una feroz lucha por el poder, sin espadas ni pistolas ni complotados. Todos haciendo su parte en un gran empeño común, sin haberse puesto de acuerdo. Era inevitable, dicen.

Un Cervantes dándose sillón día y noche en la sala de Fina renovaría los blasones de su marido, el otrora rebelde Cintio Vitier, hoy (y ya desde hace más de diez años lo menos), ocupando el codiciado puesto de figura insignia de la cultura oficial, no obstante haber sido el último en subir al tren de la revolución.

Yo no lo veo así. No creo a mi gente capaz de urdir tales cosas. Pienso que, al igual el Padre Las Casas cuando para hacerle justicia a los indios cometió una injusticia mayor que la que intentaba aliviar, se está siendo injusto con Fina García Marruz sin desearlo.

Es algo que ha ocurrido solo, la natural consecuencia de haber estado cuantos tienen acceso a la maquinita mágica de fabricar inmortales, inmersos en el sano y esforzado afán de compensar a Dulce María Loynaz y a Carilda Oliver Labra por los veinticinco años en que ambas permanecieron expatriadas en su propia patria, enterradas en vida, viéndose envejecer en un espejo que no devuelve lo que quita por más flores y besos que después, tras tocarte el Himno Nacional, caigan a tus pies.

En cuanto al pobre Nicolás, está pagando el error de haber sido el poeta del régimen.

© cubaencuentro

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