Sería mediados de la década de 1970 cuando yo iba bajando por la calle Independencia, en Santa Clara, y casi al llegar a la Calle de la Cruz, donde está el puente del mismo nombre, un hombre negro subía —literalmente subía, había una cuesta— en bicicleta, acercándose a mí. Es decir, en el sentido del tránsito yo iba por la acera izquierda y él correctamente por su derecha. Es decir, calculé que el hombre era negro porque si se veían los destellos de la bicicleta como si nadie, en la cerrada oscuridad de la madrugada, la fuese manejando, sería porque la guiaba un negro y seguramente vestido con ropa oscura.

A punto de cruzarnos, el hombre y la bicicleta se fueron hacia su lado derecho; o sea, hacia mí. Él puso su pie derecho sobre la acera y trataba de equilibrar la bicicleta. Pero no lo conseguía. Se trataba de un bulto, un saco que traía en la parrilla trasera (grande, con una tabla sobre el metal).

Lo ayudé a nivelarse. La soga con que estaba amarrada el saco se había desatado. De pronto el saco empezó a “chillar”. Era un puerco, pequeño sin dudas.

Mientras yo sujetaba la bicicleta por los manubrios, el negro ajustaba el saco y lo amarraba con saña digamos, sin dejar de mirar a uno y otro sitio.

Ya cuando estaba a punto de reiniciar el camino, fue que me miró a derechas por primera vez. Sus ojos chispeaban en la oscuridad.

—Ay, blanco, menos mal que no me topé con un chiva* —me dijo.

*Chiva. Delator, “chivato”, soplón, denunciante, etc.

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