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Guatemala

Rayos de esperanza en medio de la violencia

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La violencia ha sido la ley de la tierra en Guatemala. Manos de acero se han apropiado de los escasos bienes, y el racismo y las desigualdades han abrasado el tejido social. Los guatemaltecos —dos tercios de los cuales son de descendencia maya— se encuentran entre las poblaciones más indigentes del hemisferio occidental. Todavía hasta hace poco las élites dejaban escapar indio e ixto —sucio, vulgar, feo— en un mismo aliento despreciativo.

Recientemente visité el Lago Atitlán al suroeste de Guatemala. En Santiago —uno de los doce pueblos que bordean el lago y que ha sido afectado por las inundaciones causadas por el huracán Stan— me encontré cara a cara con uno de los indicadores de principios de los ochenta. En aquel momento hacía dos décadas que se había desatado una guerra civil y el genocidio contra las comunidades indígenas apenas había comenzado.

Atitlán no escapó del fuego de hombres asesinados, mujeres violadas y niños aplastados contra paredes de concreto. Lo que despertó mi memoria fue la tumba de Stanley Francis Rother, cura benedictino de Oklahoma, en la iglesia católica del pueblo. Tras residir durante trece años en Santiago, Pla —Francis en la lengua local, tzutujil— había caído derribado por sus asesinos en julio de 1981.

En la década de los sesenta, los benedictinos fundaron una misión que unía catequesis con desarrollo comunitario: el evangelio, una cooperativa agrícola, bautismos, una estación de radio, la eucaristía, una clínica y el rosario no tenían fronteras. Los indios comenzaron a caminar erguidos y el Padre Rother era muy querido. En 1980 las guerrillas se presentaron en Santiago e impresionaron a la comunidad con sus discursos de igualdad para todos. "El lago pertenece al pueblo" y "Queremos justicia" eran algunas de las demandas que se proclamaban por todo el pueblo. Pronto llegó el Ejército.

Lo que sucedió en Guatemala durante la guerra civil (1960-1996) se encuentra excelentemente documentado en dos informes: ¡Nunca más! (1998), redactado por la Oficina de Derechos Humanos de la Iglesia Católica guatemalteca, y Memoria del silencio (1999), elaborado por una comisión de Naciones Unidas. Hasta 200.000 personas, en su mayoría indios mayas, perdieron su vida, y un millón quedaron desplazados. Más del 90 por ciento de los asesinatos fueron atribuidos al Ejército y los paramilitares. Pero la justicia no ha sido servida en realidad. En 2003, cerca de 250.000 antiguos miembros de las notorias "patrullas civiles" recibieron una "compensación" valorada en 650 dólares cada una. No menos de un quinto de estos miembros habían participado en las masacres.

Asesinatos y secuestros

Guatemala no es más que una democracia nominal. Las reformas institucionales y legales apenas han frenado el poder de los militares y proliferan la impunidad y la violencia. Y si bien no puede compararse con lo que sucedía en el pasado, las violaciones de los derechos humanos continúan. Y cuando suena el teléfono de los guatemaltecos que insisten en demandar justicia, a menudo escuchan al otro lado de la línea "Cuidado, cuidado". Dos días tras la publicación de !Nunca más!, el obispo Juan José Gerardi, el alma del trabajo de la iglesia a favor de los mayas, fue salvajemente asesinado.

La violencia criminal lo invade todo. La Ciudad de Guatemala va tercera tras Medellín y Cali en asesinatos por cada 100.000 habitantes. Los secuestros y robos a mano armada son muy frecuentes, debidos en gran medida a las actividades de los traficantes de droga y las bandas callejeras organizadas, las temidas maras. No existe una solución fácil, sobre todo cuando la policía y los militares forman parte del problema. El narcotráfico constituye un pozo paralelo del que beben muchos de los que ostentan el poder.

Pero no todo es desalentador. Desde su llegada a la presidencia a principios de 2004, Oscar Berger ha reducido el Ejército, eliminó la infame división de seguridad presidencial y acabó con las llamadas zonas de seguridad interna. A su exigencia, el Congreso elevó la tasa de impuesto a un 11 por ciento del PIB (en Estados Unidos es del 25 por ciento), una miseria para lo que necesita Guatemala si desea llegar a ser un Estado moderno, pero mejor que un 8 por ciento. Y aunque recibirán mucho menos del percápita de los paramilitares, las víctimas de la guerra finalmente tendrán alguna compensación: 3,8 millones de dólares al año a lo largo de una década, que compartirán un millón y medio de personas.

El arte de lo posible

Lo más original, sin embargo, es la sociedad civil indígena. Los gobiernos locales son realmente más democráticos. Comunidades de base se han movilizado con éxito para exhumar cadáveres de fosas comunes, identificar los restos y honrar a las víctimas, y los campesinos mayas ya tienen mayores esperanzas de que sus derechos como ciudadanos sean respetados. Y más le vale a las élites democráticas hacerlo. El Padre Rother seguramente sonríe en paz.

La política es el arte de lo posible y en Guatemala ya está sucediendo poco a poco.