Corrección política, Poder, Discurso

Corrección política: la nueva dictadura

¿Dónde comienza lo civilmente acertado y dónde acaba? ¿Hay una norma moral para todos los seres humanos, para todos los tiempos?

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En Miami una valla publicitaria ha puesto en guardia a la comunidad cubano-americana, incluyendo a sus congresistas. En el anuncio aparecen los rostros de Fidel Castro y Donald Trump con un mensaje imperativo: “No a los dictadores. No a Trump”. Quienes están detrás del cartel, bien visible desde la autopista, aducen los derechos de libertad de expresión, refrendados por la constitución norteamericana. Y con la insolencia de quien se siente protegido contra toda protesta, advierten que se preparen, porque les espera aún más propaganda como esta. Puede que ese comité de acción política sea incapaz de poner un pasquín a favor de Hitler en el barrio judío de Nueva York, e instalar una galería con fotos de Kim Jong Un en un barrio de refugiados norcoreanos.

En la pasada elección a un vecino le ripiaron en el portal de su casa un cartel a favor del candidato republicano. A un amigo que votó a favor del presidente 45, casado con una mulata cubana, entre vodka y vodka el hermano le preguntó si era racista. Un profesor universitario de nuestra comunidad sale en la televisión diciendo que Donaldo hace rato debía estar en la cárcel —lo expresa ante un auditorio mayor, en la intimidad del aula podría desearle fuego inquisitorial. No pocos seguidores del expresidente han llegado a sentirse acosados, disminuidos mentales y morales —Hilary dixit—, personas “malas”; enemigos de la democracia —Joe contribución. Al “hombre” le han hecho dos juicios políticos en el Congreso, y está en casi media docena de juicios con una suma cercana al centenar de cargos. En fin, quienes votaron por Donald Trump, unos 70 millones de norteamericanos, están políticamente “incorrectos”.

La llamada corrección política es un término que se hizo común en la década de 1980 para evitar ofender a grupos humanos en desventaja por economía, raza o condiciones físicas y mentales. Las palabras correctas deberían sortear adjetivos humillantes. Que los otros no se sintieran menos. Que el negro, el indio, el pobre, el retraso mental y el impedido físico no fueran llamados con semejantes calificativos. Y he aquí que un propósito sano, diríase de gran misericordia, en manos equivocadas se puede convertir justamente en lo contrario. La llamada corrección política en un arma de exclusión para quienes tienen todo el poder político y mediático.

Emana de los dueños del poder

Porque ¿quién determina lo políticamente correcto y lo que no lo es? ¿Existe una tabla de mandamientos donde está escrita en piedra la “corrección”? ¿Dónde comienza lo civilmente acertado y dónde acaba? ¿Hay una norma moral para todos los seres humanos, para todos los tiempos?

Algunas de estas preguntas no tienen una respuesta fácil. Otras, ni siquiera las tienen. Para el conquistador español de siglo XVI, los aborígenes americanos no tenían alma, eran animales. Eso justificaba avasallarlos hasta hacerlos morir trabajando. Traer a los negros de África como esclavos para redimirlos a golpe de látigo y bautismo quimérico porque eran de una raza inferior era loable. Para los comunistas y los fascistas —primos hermanos, hijos del Totalitarismo— es una misión honrosa e impostergable que los “gusanos” y las “cucarachas” —opositores— sean aplastados sin compasión. De aquí que la corrección política no es otra cosa que una “construcción” social que emana de los dueños del poder.

El filósofo y sociólogo francés Michael Foucault ensayó ampliamente sobre los discursos dominantes y la autoridad. Aunque sus ideas según otros autores tienen una peligrosa deriva hacia el solipsismo y la subjetividad extrema, fue un agudo crítico de las verdades que damos por hechas sin darnos cuenta que también la vida y la muerte, el día y la noche, el hombre y la mujer pueden relativizarse en función de la imposición de una “norma” y en nombre de la “mayoría silente”.

Para el médico del siglo XIX y sus predecesores, la muerte era la ausencia de respiración y de latido cardíaco. Hoy sabemos que ese estado físico puede no ser el final de la vida, y que es potencialmente reversible. En cambio, para un facultativo del siglo XXI solo la muerte cerebral es confirmación del fin de la existencia humana. Los astronautas que habitan la Estación Especial Internacional ven amanecer 16 veces en 24 horas. Sus noches y días son diferentes a solo unos kilómetros de la Tierra. Ciertos individuos sienten estar atrapados en un cuerpo distinto a su mente. La definición de hombre y mujer por el sexo no siempre obedece a cómo funciona el cerebro —al final quien decide el qué y el cómo es cada individuo.

Estos ejemplos nos indican que sí, que existen condiciones muy particulares donde conceptos aparentemente inobjetables podrían ser relativos dado el lugar, el tiempo, la persona humana. El problema surge cuando esas variaciones de la naturaleza y del hombre se pretenden discursos que de ser relativos se hacen absolutos; se imponen a la gente desde la opresión de un grupo determinado. Hay una muy frágil línea que separa el bien del menos bien. Porque entre el bien y el mal podría no haber confusión alguna. Incluso a pesar de creer que se hace todo el bien y que se está en mayoría, según Mark Twain, “es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”.

Cómo se elaboran e imponen discursos dominantes

Los temas filosóficos polémicos llevados al campo de la política y sus siempre fines gananciales, confunden y tiranizan. La muerte digna no significa poner en manos irresponsables y ajenas la decisión de terminar con una vida. El aborto no puede ser un medio de anticoncepción sin ninguna restricción a su uso. El día para los seres humanos que no estamos en la Estación Espacial Internacional comienza al alba. La noche es tiempo para el descanso, excepto para quienes deben ganarse el pan cuando los demás duermen. Un hombre no debe competir deportivamente contra mujeres pues sus hormonas, masa muscular y osamenta son distintas a pesar de que su cerebro lo contradiga. Medicar un niño o adolescente para cambiar su tenor hormonal cuando apenas puede discernir bordea la criminalidad.

Quienes venimos de un régimen totalitario sabemos muy bien — ¡nunca olvidar!— cómo se elaboran e imponen discursos dominantes que “edifican” verdades que no son tales, crean sentimientos rencorosos, y nos hacen actuar como “una fría, máquina de matar”. Nadie que haya vivido bajo esa férula correctiva pudiera desconocer la frase “problemas ideológicos”. Problema ideológico fue mascar chicle, usar etiquetas en los jeans, tener el pelo largo, oír a The Beatles —Míster Lennon, ¿a salvo en un parque del Vedado? Excepto por mis gafas, respondería John.

Estos eran pequeñas “desviaciones o rezagos pequeño burgueses” comparados con ir a la iglesia, oír la Voz de las Américas, leer 1984. Y si alguien dijera que el régimen ha cambiado sus “correctivos ideológicos”, debería saber que son los mismos comisarios, ahora encubiertos en sus hijos y nietos; peores y más peligrosos hoy porque son más incultos e incapaces. El “problema ideológico” actual es no estar en contra del “bloqueo” y sus restricciones: hay que garantizar la moneda del enemigo para mantener a flote una sociedad quebrada en lo moral y lo económico.

Debemos cuidarnos de toda ‘corrección política”, la nueva tiranía de los medios y ciertos influencers. De estar “en el lado correcto de la historia” —en minúsculas. Algunos estuvimos en ese sitio y sabemos que del redil no se sale tan fácil. Tener criterio propio y defenderlo sin tener que dar explicaciones a nadie ni por qué, es lo que en psicología suelen llamar asertividad. Y ese parece ser un eficiente “correctivo” contra quienes pretenden, después que “tantos palos nos ha dado la vida”, que volvamos a ser parte de la “mayoría”.

Escribió el novelista de ciencia ficción Ray Bradbury: “¡La terrible tiranía de la mayoría! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le corresponderá a usted saber con qué oído quiere escuchar”.


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