Actualizado: 28/06/2024 0:13
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Opinión

Las difíciles relaciones entre los Estados Unidos y Cuba

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Naturalmente, ninguno de estos tecnócratas habla de cambios políticos encaminados a garantizar los derechos humanos y el pluralismo. ¿Por qué? Tal vez porque la vieja militancia dentro de la dictadura los ha anestesiado en esta zona moral del conflicto (jamás han levantado sus voces para defender a las víctimas de la persecución política), pero también, seguramente, y creo que este es el factor de más peso, porque el límite que el poder cubano le impone al discurso político reformista es muy claro: sólo pueden mantenerse dentro del régimen, aunque sea en un alero marginal, si silencian los aspectos ideológicos y éticos. Si se salen un milímetro de ese estrecho perímetro, como hizo, por ejemplo, otro valioso economista, Oscar Espinosa Chepe, les espera el ostracismo o la cárcel.

¿Hay alguna otra zona del poder revolucionario que exhiba rasgos contestatarios? Sí, se aloja en la UNEAC, el ICAIC y la Casa de América, y pudiera considerarse como una especie de apéndice de los planteamientos de los tecnócratas. Se trata de las posiciones defendidas por algunos intelectuales como la periodista Soledad Cruz, ex embajadora de Cuba en la UNESCO, y otro centenar de figuras poco conocidas de la vida pública, entre los que pueden mencionarse a Pedro Campos, Desiderio Navarro, Félix Sautié, César López, Antón Arrufat y, en general, a quienes, a principios de 2007, participaron ardientemente en la polémica digital (todo ocurrió dentro de los límites de Internet) sobre el “quinquenio gris” contra Luis Pavón Tamayo y Jorge ( Papito) Serguera, dos represores de la década de los setenta que fueron utilizados como chivos expiatorios para denunciar la violencia autoritaria y homofóbica del régimen, sin que nadie se atreviera a mencionar al innombrable Fidel Castro, el estalinista mayor del país y responsable principal de cuanto sucede en la Isla desde hace 50 años.

Las conclusiones que se derivan de este análisis son, por lo menos, dos:

  • La primera y más importante es que el poder en Cuba no se sostiene por el apoyo de la sociedad ni por la coherencia de la clase dirigente, sino por el control represivo, la inercia de medio siglo de gobierno continuado, y la autoridad indiscutible de Fidel y Raúl Castro sobre el aparato de poder. Casi todo el país quisiera un cambio profundo y radical, aunque muy pocos tengan una idea clara de cuál sería ese cambio, a lo que se agrega que nadie tiene peso dentro de la estructura de poder para defender esas modificaciones públicamente sin sufrir represalias inmediatas.
  • La segunda, es que ya existe el elemento clave que vaticina la transformación total del régimen cuando los hermanos Castro salgan de la escena, o (mucho más improbable), cuando Fidel muera y Raúl intente reformar el sistema. Ese elemento clave es la convicción casi unánime que existe en todas las instancias del poder cubano de que hay que cambiar radicalmente el modo de producir, lo que los llevará de la mano a otra conclusión más peliaguda, pero igualmente cierta: también hay que cambiar el modo de gobernar. Todas las transiciones que vimos en la segunda mitad del siglo XX, a la derecha e izquierda del espectro político, desde el posfranquismo hasta el poscomunismo europeo, partieron precisamente de ese punto: el debate sobre los límites de la reforma. Cuando la reforma comience, los cubanos descubrirán, como les sucedió a los chinos, que la reforma no es un modelo nuevo, sino un camino, que, una que se emprende, va obligando a nuevas improvisaciones y cambios. Ni a Gorbachov ni a Den Xiaoping jamás les pasó por la cabeza que Rusia o China estuvieran donde hoy están cuando comenzaron a impulsar los cambios.

La inevitabilidad de la transición en Cuba, naturalmente, no debe sorprendernos. Cuba no puede ser la permanente excepción marxista leninista en un planeta en el que esa opción dejó de tener vigencia. Tampoco la cubana puede ser la única sociedad de la historia que llegó a una especie de callejón sin salida, con un modelo de gobierno congelado en el pasado y condenado a repetir para siempre los mismos errores y arbitrariedades, aunque la experiencia demuestre que ese experimento fracasó. La irracionalidad se puede imponer por la fuerza por un tiempo más o menos prolongado, pero no de forma irrevocable y eterna.

III

Desde la perspectiva americana este panorama no deja de ser interesante. Es probable que un tenaz adversario, un incómodo vecino situado a noventa millas de la costa floridana, entre en un proceso de cambio que pudiera culminar con la creación en esa nación de un estado favorable a los intereses materiales y espirituales norteamericanos. Sólo que esta premisa obliga, en primer término, a precisar nítidamente cuáles son esos intereses materiales y espirituales de los Estados Unidos, para luego forjar una política que contribuya a precipitar los hechos en esa dirección. Lo menos que se les puede pedir a los estrategas políticos y diplomáticos es que conozcan a dónde quieren llegar antes de trazar la hoja de ruta.

¿Cómo pueden los policy-makers norteamericanos fijar el rumbo de Estados Unidos con relación a Cuba? ¿Qué le interesaría a Washington que sucediera en Cuba? No es muy difícil: todo lo que tienen que hacer es observar cuáles son los problemas potenciales de la región –por ejemplo, Centroamérica y el Caribe- y definir lo que quisieran evitar y lo que quisieran propiciar. ¿Cuáles son los principales conflictos que pudieran perjudicar a Estados Unidos? Básicamente, hay cuatroescenarios problemáticos cubanos, como se dice en la jerga de los politólogos:

  • Primero, el establecimiento en Cuba de un estado narcoterrorista. Las crecientes relaciones con Irán y los viejos vínculos con los grupos terroristas del Medio Oriente, más los nexos con las FARC, indican que ese destino es posible. En el pasado, como sabe muy bien Washington y la DEA confirmó en su momento, Cuba no tuvo escrúpulos en mantener relaciones con los narcotraficantes colombianos, y es posible que el país retome esa senda.
  • Segundo, la instauración de un régimen políticamente inestable, en el que se continúen violando los derechos humanos, que degenere en violencia y lucha armada interna, y desate la intervención militar norteamericana ante un insufrible baño de sangre proyectado en la televisión americana, como sucedió en Europa con la carnicería ocurrida en los Balcanes. Estados Unidos no se puede cruzar de brazos si en Cuba estalla una guerra civil.
  • Tercero, un estado militantemente antinorteamericano que, aliado a los rusos e invocando la fantasía ideológica del llamado “socialismo del siglo XXI”, reinicie una variante extemporánea de la guerra fría.
  • Cuarto, que se mantenga en la Isla un sistema económico tan torpe que, ante la imposibilidad de ganarse la vida decentemente que asedia a los cubanos, provoque el éxodo masivo y constante de emigrantes ilegales rumbo a Estados Unidos.

Bien: eso es lo que hay que evitar. ¿Hay algún estado de la región que esté totalmente libre de pecado? Por supuesto: Costa Rica. Los ticos no cultivan vínculos internacionales que afectan negativamente a Estados Unidos; es una sociedad políticamente estable y pacífica en la que los partidos y las personas se alternan en el ejercicio legítimo del poder; y, por último, aunque es una sociedad relativamente pobre, existen en ella suficientes oportunidades de progresar y un grado aceptable de movilidad ascendente como para no exportar emigrantes. No hay núcleos sustanciales de ticos concentrados en Estados Unidos o en otras partes del mundo. Por el contrario: los costarricenses tienen dentro de sus fronteras a varios cientos de millares de refugiados nicaragűenses que, sin el santuario tico tal vez intentarían llegar a Estados Unidos.

Obviamente, lo que le conviene a Estados Unidos es que Cuba se transforme en una nueva Costa Rica: una democracia decente, pacífica, sin violencia, sin maras mafiosas, sin narcoterrorismo, en la que se genere suficiente riqueza dentro del aparato productivo como para que los cubanos prefieran no emigrar ilegalmente, como ocurría, por cierto hasta la llegada de Castro al poder.

Por supuesto, hay por lo menos tres argumentos para defender ese objetivo:

  • Se ajusta milimétricamente a los valores norteamericanos de defensa de la libertad.
  • Es congruente con los deseos de la inmensa mayoría de los cubanoamericanos, quienes verían con gran satisfacción la existencia en Cuba de una democracia dotada de una economía libre en la que sus familiares pudieran prosperar.
  • Sería un gran ejemplo para América Latina y un nuevo aliado de Washington en el terreno internacional (no incondicional, por cierto), como suele serlo Costa Rica cuando se trata de causas nobles.

Por otra parte, la triste experiencia del siglo XX demuestra el inmenso error y la censurable falla ética que significó la política de “ our son of a bitch” desarrollada por Washington en ese periodo, cuando el Departamento de Estado y la Casa Blanca cultivaron unas cálidas relaciones con dictadores como Somoza, Trujillo o Batista. Sencillamente, era falsa la premisa sobre la que descansaba esa abominable posición disfrazada de pragmatismo. Como no podía ser de otra manera, los lazos con esas dictaduras dieron paso al antiamericanismo y, en su momento, contribuyeron a alimentar procesos dictatoriales totalitarios como el sandinismo y el castrismo.

Vale la pena repetirlo: la única evolución cubana que se ajusta a los valores e intereses de Estados Unidos y de los cubanoamericanos transita en dirección de la democracia y las libertades, incluyendo las económicas, y el respeto por los derechos humanos. Afortunadamente, esos objetivos también coinciden con los de la inmensa mayoría de los once millones de cubanos radicados en la Isla. Sólo nos queda, pues, definir qué se puede para lograr que esa transición, finalmente, ocurra en la Isla. Hagamos esas recomendaciones. Son sólo once.

IV

Ante todo, hay que establecer dos premisas básicas:

  • Primera, la piedra de toque de cualquier medida de gobierno o gesto simbólico norteamericano hacia Cuba debe proponerse reforzar las tendencias reformistas y desalentar las inmovilistas;
  • Segunda, es tristemente inevitable llegar a la conclusión de que, mientras Fidel Castro viva, o mientras tenga capacidad para influir en los acontecimientos cubanos, prevalecerá el inmovilismo y será prácticamente inútil todo lo que se haga para propiciar la apertura. No lo ha permitido nunca, ni lo va a permitir.

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