Actualizado: 03/07/2024 11:40
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Hilarión Cabrisas (II)

No existió sitio en el dial en que no aparecieran, al borde de la penumbra, aquellos declamadores que parecían sufrir masticando la cadencia de sus versos.

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Para declarar, por escrito y públicamente, que hubo coito lingual, lengüetazo en el idioma crudo de los alrededores de Bayamo, se refugia en un malabarismo incomprensible, un tropo tropical que huele a misterio del interior y al mismo tiempo confunde a los abstemios vulvares cuando dice, describiendo el acercamiento de bembos: "ávidos se anidaron en un íntimo nexo", que puede ser un pie de foto excelente para el restablecimiento de relaciones entre la República de Cuba y Gabón, con abrazo ministerial incluido.

Qué es eso, Hilarión. Se dejó llevar por el pudor a la hora de atornillar, de abrir compuertas, de rematar al toro por los cuervos. Y ahí patinaban nuestros abuelos. Los imagino en los cafetines de la época, como el Café Pasaje, frente al Capitolio Nacional, templo de su preferencia, recitándose el poema de marras a soto voce, con los ojos brillantes, y pasando por alto este verso crepuscular y decisivo que no entendían en la forma pero sí en el supuesto. Los evoco debatiendo con los limpiabotas, y preguntándose al borde del betún: "Pero el hombrín, ¿mamó o qué?", aunque todos sabían que no cabía o qué posible, porque era la primera vez que se rimaba en territorio nacional, poéticamente, la consumición de un hecho íntimo.

Ese ha sido uno de sus innegables méritos: llegar a lo físico. Fue usted un fisioterapeuta del verso, y ese poema, donde describe a la volcánica peuta esperando la fisioterapia bucal, fue un jalón supremo de nuestras letras. No hay que bucal mucho a posteriori para descubrir cómo el verso heroico sepultó tales temas. Es difícil declarar que alguien le hace una felación al Titán de Bronce, o que sodomiza a un mártir de la patria por muy despampanante hembra que haya sido, que en siendo pocas, las hubo: madres mamantísimas, amas de casa delicadas, amantes perfectamente ardientes que el mal olor de la política y la lucha social echó a perder.

Es cierto que le perdió la rima y la facilidad de acordes con que escribió para que se acordaran de lo escrito, pero no hacía más que cumplir con un reclamo martiano: "sólo el amor engendra melodías". Así que se puso usted a engendrar libros de versos a diestra y siniestra, a parnasiar, llenando hasta diez cuadernos inéditos de faunos, sátiros, vestales, nácares y palmípedos, en versos alegóricos y de barniz demoníaco, que le calentaban las pantorrillas a aquellas damas de la época tan dadas a esconder en público los despelotes privados. Y fue poeta de salón.

Si se hubiera limitado a los juegos florales, bien. Si sus versos hubiesen pasado de mano en mano, o yaciesen en el regazo de jóvenes imberbes y soñadoras, mejor. Qué otro destino buscaban si no conmover con su sonido perfecto de cajita de música, y darle argumentos a los viriles curdas de los bares del puerto para crucificar a una mala madona, justificando que los hombres machos no lloran, a pesar de lo infinito de su lágrima, con esos versos finales de su otro poema famoso: "Ésa… no la verás, porque en la calma/ de mis angustias, se ha trocado en perla!/ Para verla hace falta tener alma;/ y tú, ¡no tienes alma para verla!

No quedaron ahí sus creaciones y, a pesar de que no tuvo culpa directa, sucedió con ellas algo más perverso, satánico, imperdonable: aparecieron los declamadores. En la radio proliferaron tipos macabros con voces profundas y engoladas, voces de útero, voces tronantes y acarameladas, que le sonaban un verso suyo al pinto de la paloma creyendo que así contribuían a la propagación de la especie humana. No hubo pareja que no le tuviera por padrino poético. No hubo carta que no le fusilara alguna rima para mima, una imagen edulcorada, un versículo de cubículo. No existió sitio en el dial en que no aparecieran, al borde de la penumbra, aquellos declamadores que parecían sufrir masticando la cadencia de sus versos.

¿Cómo recordar con decencia un amor, si sus inicios fueron marcados por la voz depredadora de uno de esos voceros de su obra? ¿Cómo mirarle a la cara, al cabo de tres años, sin que retumbe en nuestra memoria la cavernosa dicción de uno de esos amables amenizadores de intimidad, diciendo, con musiquita de fondo o fondillo musical: "planta parásita como la hiedra/ que trepa al corazón y lo consume…"? ¿Cómo ver al cardiólogo y explicarle que uno tiene en el alveolo algo de hiedra? ¿Dónde escabullirse sin que nos persiga esa voz nocturna, declarando con impudicia de tenor acatarrado: "Yo soy la paradoja, la antítesis perenne…", con tantas paradojas orgásmicas que se hicieron nuestros abuelitos, recordando su poema del abate que se abate entre los muslos de una gozadora?

Quedan. Perduran en algunas emisordas de habla hispana. Mantienen viva su poesía con sus guaraposas cuerdas vocales. Tengo, para su descargo, que esa vida que dedicó al amor y a la fraternidad, a su dolor personal y a tanta virgen loquita por desmameyarse frente a un pecador arrodillado, no le dejó meterse en temas más vulgares de poesía de combate. En definitiva, el eterno combate siempre ha sucedido en una alcoba a media luz, acompañada por el ríquiti ríquiti de un bastidor sin estirar y un colchón que se humedece de pasiones. Nunca he visto a uno de esos declamadores entarimado en concentración popular, enfebreciendo a la masa descocada, llamando a la lucha armada con versos suyos como: "piensa que si aún hay vida entre los muertos,/ te seguiré queriendo todavía".

Habló sólo de amor, a su manera, lacrimosa e infinita. No mandó a nadie a la guerra, ni le jeringó las vacaciones a obrero alguno lanzándolo a la lucha armada o a la huelga. Trinó, desde su intimidad, sin intimidar, y ya eso vale. Su poesía queda en esos infames decidores de versos, que hacen como que se emocionan para emocionar, pero nada tiene que ver con la otra supuesta poesía de multitudes, la tribunicia. A esos otros sí habrá que llevarles a los tribunales.

Con "tregua en el dolor de mi ancha herida", "erecto y triunfal",
Ramón


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