Actualizado: 03/07/2024 11:40
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Carlos Enríquez

'El rapto de las mulatas' iba a representarse en vivo, con actores de carne y hueso, en los consulados cubanos de este vasto mundo.

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Eso, en los de cumpleaños. Las tartas de bodas eran más un happenning, con aquella parejita elegantemente plástica, y el arco ojival que les amparaba en la futura fortuna. Pero pasó lo que pasó, y el nacido en isla tan venturosa y colorida, cruzó del merengue a la lechada pálida, sin transición ni anestesia —tal vez con una Anastasia llamada cariñosamente Natacha—, con la pasión contenida por las estrecheces logradas por la victoriosa revolución, el internacionalismo de la prole proletaria y la abulia final que llevó a la resignación. El cubano dejó de dibujar Picassos encima de los cakes por falta de huevos, o porque todo comenzó a caer del techo de la patria, y las tartas vinieron consumadas y consumidas, unánimes y uniformes, con el mismo mensaje seco y bieloruso en la merenguería. Y al final, el desmerengamiento.

Nos quedó el agua de chirri que resultaba de diluir la cal en lo potable, tal vez porque los otros condimentos eran exportables. Fue el final del libre albedrío, que dio paso a la libreta de bodrios. Se acabó el pan de piquitos, y de ñapa, la abierta pasión colorante. Quedaba el paisaje, pero el paisaje pasó a ser patrimonio nacional, con lo que los nacionales estaban excluidos de la tocadera. Y hubo un tiempo también en que la más ancha fuente de colores era el mar, abierto y democrático, pero peligrosísimo. Y el mar comenzó a estar, en la mayor parte de los casos, debajo del bote y no en el horizonte del atardecer, y cuando uno rema no anda mirando tonalidades ni transparencias.

Así que no evolucionamos. Usted murió de inconsistencias éticas, y de sobreabundancias etílicas, y nos conformamos con lo picúo de la pareja de indios en la pared, con ofensivo chapapote rebajado, o aquellos escasos flamencos subidos de tono, que parecían derramarse por exceso. No imagina el daño que hacen a la larga —iba a decir a la postre, pero sin comida no hay postre— los carteles conminatorios, los afiches heroicos, la propaganda machacona cuando el Invencible Brocha Gorda agarró la sartén por el mambo y realizó su sueño dorado de convertir los carteles en escuela.

Ahí fue cuando las mulatas empezaron a dejarse raptar, como insufladas por los antiguos dioses, para arrimarse a la parte europea de sus ancestros. Con esa expresión de rapto y entumecimiento feliz las vi en la acera barcelonesa del consulado, con su raptor al lado, huyéndole al fervor del velociraptor insular. Por eso descubrí que su cuadro estaba más vivo que cualquier cuadro del partido, y eso que dicen que el partido es inmortal, aunque yo afirme que es, en su vibrante color bostezo, lo más mortal que han inventado.

Será que la vida misma, o eso que llaman destino, o tal vez ese disparate que denominan lo esencial truncado, nos ha llevado a todos a cargar con los colores patrios, cuando nos dimos cuenta que el patrio de nuestras casas no era ya particular. Si no, que vuelvan a mirar su obra más renombrada: entre los espectrales hombres con el sombrero sobre los ojos, y las fantasmales mulatas de azulosa voluptuosidad, se distingue, brioso, colérico, venático y casquivano, un recio caballo. El animal obliga al rapto. Como un reptil de sangre hirviente a punto de quemar los alrededores humanos.

Muy hurón y a veces azul,
Ramón


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